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“11 de septiembre. En defensa de La Memoria”

Por: Rodrigo Loyola. Alcalde de Huasco. Región de Atacama


Nunca me he referido de manera pública sobre este tema, no porque no haya sido especialmente doloroso, que lo fue, sino porque hasta ahora me parecía una cuestión muy íntima y porque las lecciones con que resulté marcado, me dejaron con muchas más preguntas que respuestas.

Sin embargo hoy, a la luz de un creciente negacionismo ciudadano sobre las violaciones a los derechos humanos, las justificaciones del golpe de Estado, las alusiones al “contexto” histórico y las críticas especialmente duras a las dirigencias concertacionistas por parte de una izquierda joven y emergente, me parece necesario hacer un rescate de mi memoria personal, que como tal, es también una memoria histórica y colectiva.

Yo, Rodrigo Loyola, padre de cinco hijos, alcalde de Huasco, arquitecto y miembro del PPD, en los años de mi juventud, fui un preso político. Como tal, sufrí de apremios físicos y sicológicos y sentí miedo de morir. Encerrado en negros calabozos junto a otros compañeros también muy jóvenes, fuimos privados de libertad tras un juicio sumario y sin verdadera defensa. Sin embargo, no me voy a quejar, nunca me he sentido una víctima. Tenía 19 años de edad y sabía perfectamente a lo que me enfrentaba, sabía que el gris opresor había sido capaz de contribuir a un complot para desestabilizar el país por no saber perder unas elecciones democráticas, que había sido capaz de bombardear La Moneda, de secuestrar, de desaparecer y asesinar a miles de compatriotas, donde la mayoría ni siquiera eran guerrilleros, eran simples pobladores esperanzados. Con ellos mataron también toda esperanza.

Yo sabía que mis acciones de resistencia a la dictadura podían ocasionarme consecuencias, y así fue, para mí y para dolor de mis padres, que movieron el cielo para mantenerme con vida y recobrar mi libertad.

Mi historia no es muy diferente a la de tantos hombres y mujeres de mi época, los que en silencio lloramos de emoción cuando un día 5 de Octubre por fin brotó un rayo de esperanza, tras largos años de lucha en las calles junto al pueblo y los dirigentes de la antigua Concertación.

Lo que venía luego, lo que hicimos después como centroizquierda traumatizada, y que a los ojos de algún político mileniall puede parecer tan pobre y decepcionante, no fue en absoluto vano, no fue simplemente aquella “administración del sistema” con que tan livianamente nos cargan aquellos que no tienen idea del peso nefasto, de la profundidad de los símbolos de invierno arraigados con fuego de metralla en el corazón de nuestra sociedad.

El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 fue mucho más profundo de lo que hoy se cree, y los 17 años de tiranía y de aplicación de la doctrina del schock neoliberal multiplicaron su efecto a tal nivel, que hasta el día de hoy sentimos sus consecuencias y somos incapaces de reconciliarnos. Probablemente nunca lo hagamos, porque esa es la verdadera herencia de Pinochet, el haber trazado una línea de odio tan marcada que nunca elimine los privilegios y que reparta desigualdad con eficacia y con la voracidad y el ansia monstruosa de las sociedades de consumo que hoy tienen al planeta ad portas de un colapso global del que poco se habla.

La semilla del egoísmo, el culto a la competencia, el crecimiento a cualquier costo, se instaló fecundo en el corazón de una sociedad que ahora se había vuelto individualista y antropofágica, donde el 44% de los votantes prefería seguir bajo el yugo de un tirano. Administrar esa sociedad y no “ese sistema”, fue el verdadero desafío de la Concertación, sin romper la institucionalidad democrática, pese a que sus propios verdugos se mantenían impunes sentados en el Congreso.

Fue un proceso histórico complejo llevar a los criminales de lesa humanidad a la cárcel y tal vez la impunidad de los colaboracionistas y los cómplices civiles haya sido el costo, pero no podemos aceptar el negacionismo frente a las violaciones de los derechos humanos ni la justificación del crimen cometido contra su propio pueblo por los agentes del Estado. La Memoria es esencial para que las sociedades sientan vergüenza ante las atrocidades y comprendan que nunca más realmente debe ser nunca más.

Veo en estos días de gran dolor para los llamados pueblos de las zonas de sacrificio, a jóvenes políticos viajando por Palestina y constatando con lamentaciones virtuales, la crudeza de la “ocupación”.

No era necesario ir tan lejos, no cuando Quintero, Puchuncaví, Ventanas, Tocopilla, Huasco, Chañaral, Coronel y otros tantos pueblos, han sido “ocupados” por grandes intereses económicos con la venia del Estado de Chile.

Cuando los agentes del estado permiten lo que ocurre en las zonas de sacrificio, es porque la Memoria ha fallado, es porque nos olvidamos de la importancia de la dignidad del ser humano. La Memoria colectiva debe hacernos ver que no hay mucha distancia entre las violaciones cometidas en el pasado contra los adversarios políticos y las que viene cometiendo el Estado contra el medio ambiente, la salud y la dignidad de los habitantes de nuestras localidades, todo en nombre del “crecimiento económico”.

Esta es, una vez más, la vieja historia de los poderosos contra los más débiles, solo cambia el calabozo. Solo cambia la estrategia. Solo falla la Memoria.


El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.


 

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