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Una Revolución Feminista cambia la sociedad y la cultura

Por: Antonio Leal L. Ex Presidente de la Cámara de Diputados, Director de la Escuela de Sociología y de los Post grados en Ciencia Política y en Filosofía de la Universidad Mayor


Justo cuando se cumplen 50 años del mayo parisino del 68 que colocó al movimiento feminista como uno de los actores centrales del cambio sociocultural que implica la post modernidad, en las aulas de las universidades chilenas surge una ola feminista contra el abuso de poder, la discriminación, la violencia sexual contra la mujer, que si logra incorporar al resto de las mujeres, especialmente a las del mundo popular, puede transformarse en una verdadera revolución feminista por la diferencia que cambie los patrones culturales de la sociedad patriarcal y genere una igualdad entre los géneros mucho más allá del intento de homologación de ellos.

La revolución de género, especialmente en el ámbito de la política, está pendiente en Chile dado que se requiere reformular radicalmente el rol y el acceso de la mujer al poder.

Si la ciudadanía es una “piedra angular” de la democracia moderna y un concepto fundante de su vocabulario político, ella debe reconocer plenamente la estructura de género y, por tanto, la oposición y diferenciación entre los sexos, sea como criterio regulativo de la división social del trabajo y del poder, así como de su legitimización simbólica.

Nada más cerca de la democracia de la vida cotidiana y a la conciencia de los límites, a la no violencia, a la tolerancia y al multiculturalismo, que impone el actual desarrollo y el cambio de época, que la ética de la liberación de la mujer, cuya cultura será decisiva para redefinir un universo de iguales-diverso, con recíprocas responsabilidades, con pares oportunidades, por una más rica individualidad humana, libre del afán morboso de la posesión sicológica capaz de despertar, como diría Descartes, la admiración, la pasión entre dos sexos que conservan un espacio de libre atracción, una posibilidad de separación, de competencia y de alianza

El concepto de diferencia -es decir el valor de la consagración de las diversidades- ha desordenado e inquietado a la vieja cultura de la política y no logra aún instalarse plenamente en la idealidad que debe inspirar la reformulación de ella. Nace en el terreno moderno de las igualdades y libertades de a todos los individuos, se nutre del universalismo y de la transversalidad que caracteriza un conflicto más allá de las clases y desmonta la lógica del dominio que está determinada por la homologación de la dualidad de género.

Diseña, de esta forma, plenos derechos de ciudadanía para la mujer, pero, a la vez, diseña el perfil de una distinta fundación de universalidad y, por tanto, obliga a pensar en una nueva dialéctica entre unidad y diferencia.

En pocos años el concepto de diferencia ha entrado a ser parte del lenguaje de la política. La diferencia se ha transformado en una categoría de la política y esto porque al establecerse la igualdad jurídica es posible formular la idea de la diferencia sin que ella se transforme en desigualdad. La igualdad presupone las diferencias, el derecho igual presupone una diferencia sustancial de los sujetos, ya que si fueran idénticos no se colocaría una exigencia de igualdad. Es la igualdad, entonces, la que contempla la posibilidad misma de la diferencia y que permite a los sujetos el asumirse la propia particularidad porque están legitimados por la paridad jurídica formal.

Ello comporta que todas las categorías sobre las cuales se construye el dominio del hombre deben ser verificadas, rechazadas, superadas, en la construcción de un proyecto de convivencia humana más pleno, más rico e igualitario.

Es la cultura social, caracterizada por el dominio entre los sexos, lo que ha configurado la producción simbólica de la masculinidad y de la femineidad.

Si el hombre y la mujer son por definición “individuos”, la diferencia estriba en que el hombre se reconoce plenamente en la figura que encarna el individuo, la mujer no. La mujer debe luchar por ser individuo, pero, al hacerlo, al tratar de ser individuo entre los individuos, se despoja y priva de los atributos que la consagran como diversa. Es decir, la mujer, en la construcción de su propia emancipación, paga un precio altísimo: la progresiva pérdida de correspondencia entre el propio ser social y el proceso de individualización del “yo” que está, obviamente, ligado a la sexualidad. Es por ello que el esfuerzo por feminizar la sociedad y el poder, corresponde a uno de los ethos mayores con que se enfrenta la modernidad.

En la evolución de los sistemas liberales-democráticos, las mujeres fueron incorporadas con retraso y cuando se sancionó la igualdad ante la ley, los derechos del individuo se incorporaron como “derechos del hombre y del ciudadano”. La enmienda 14 de la Constitución norteamericana, votada en 1866, precisa que la palabra persona debe entenderse “en un sentido masculino”. La falsa neutralidad de los derechos universales estaba ya implícita en la revolución cultural que a partir del 1600 había fundado históricamente el nuevo concepto de “individuo”, del cual las mujeres estaban tácitamente excluidas.

La conocida definición de Rousseau del citoyen como hombre poseedor, propietario, padre de familia, no testimonia una parcialidad de visión, sino una definición precisa de los requisitos de ciudadanía que incluyen una familia sobre la cual tener autoridad y, de cualquier manera, sustraída las reglas de las relaciones de ciudadanía como relaciones entre individuos iguales y autodeterminantes.

Justamente, el modelo democrático supera al modelo liberal ya que funda su universalismo en el principio de que todos pueden ser gobernantes no sólo gobernados.

Esto significa que si a todos, y no simplemente a una restringida élite, les es dada la posibilidad de gobernar y por tanto de colocar y conseguir fines generales y no sólo intereses particulares, es necesario que todos sean formalmente libres, pero es necesario, además, que se venzan los obstáculos que impiden el ejercicio concreto de este derecho- poder eminentemente democrático. Ello implica que sean neutralizadas la diversidad de status, de cultura, de raza, de religión, de sexo, no sólo en el plano de la abstracta igualdad jurídica, sino, sobre todo, en el plano del ejercicio de la soberanía, de la consagración y separación del universalismo de la ciudadanía política.

El paradigma del individuo neutro universal no ofrece a la mujer un principio real de integración y de ejercicio, en plenitud, de los derechos democráticos. En la distribución sexual del trabajo, entre producción y reproducción, valor de intercambio y valor de uso, la esfera de la reproducción social donde se coloca fundamentalmente a la mujer, la familia, no encuentra razón de ser representada en la política. A la invisibilidad del trabajo doméstico de la mujer corresponde la invisibilidad y la deslegitimación de una representación en política de la mujer. Esto aparece como un destino.

 

Las formas que se presentan en lo que se llama la neutralidad del sujeto general, han sido construidas a la medida del hombre productivo que se expresa con la actitud de poseer, es decir, en su calidad de propietario. La forma de subjetividad propietaria marca profundamente el itinerario del estado moderno desde su fundación.

La división de los roles sociales en base al sexo, que asigna a las mujeres la reproducción y a los hombres la producción, tiene, al menos, dos consecuencias: que estos aspectos son separados e identificados, uno, con la esfera pública, y, el otro, con la esfera privada; que esta separación es vista como dependiente de una distribución natural de caracteres y funciones entre los sexos y casi como una vocación biológica.

La historia de la civilización occidental ligó a la mujer a la naturaleza y al hombre a la racionalidad y así se ha perpetuado en los siglos. Subsiste una concepción que ve el sexo femenino caracterizado por la pasividad, la ausencia de autoconciencia, y, por tanto, de desarrollo. En tanto que al sexo masculino lo otorga el carácter de plena actividad.

De allí que, en cambio, con la estrategia de la tutela de la diversidad-en el marco de una modernización y secularización que desestabiliza los confines establecidos por el Estado entre esfera pública y privada- se supera la idea de que la mujer justamente, porque es portadora de una diferencia, está ligada a su rol reproductivo visto como un límite para gozar de toda la universalidad del estatuto de ciudadanía.

Pero cuando se conquistan los derechos subjetivos, ello rompe este antiguo “pacto sexual” que confinaba a la mujer a la dependencia de otra voluntad ajena a la propia y que de alguna manera se mantiene cuando la lucha de la mujer se plantea simplemente en el ámbito de la lógica emancipación-asimilación y cuando se confieren derechos a cambio de homologación.

Las mujeres, aun cuando sufran discriminaciones asimilables, en muchos casos, a la de raza, lengua o religión, no son, sin embargo, una minoría y no pueden ser tuteladas por legislaciones de esta naturaleza, ni menos por legislaciones inspiradas en la “cultura doméstica” o en la del sujeto neutro-universal, que es, sin embargo, masculino, la que al homologar, desconociendo la identidad específica de mujer, la asume como objeto y no como sujeto de derechos ciudadanos, haciendo vanos los derechos de la mujer conseguidos bajo la estrategia de la igualdad.

El sujeto neutro-universal no ha incorporado nunca a la mujer, ya que se trata de una abstracción elaborada por teóricos del Estado moderno en una fase de la historia de la humanidad en que la mujer no era pensada como sujeto de derechos ciudadanos y, donde, por tanto, fue permanentemente excluida del contrato o incluida – en el caso de Hegel – solo en relación al triángulo familia-Estado-sociedad civil, es decir, en un ámbito de una esfera sin relevancia política, y dejando siempre que el universalismo del pacto político se adscribiera sólo a un sexo. El paradigma del individuo neutro, de Rousseau a Kant, se encuentra siempre con una amputación originaria, con la remoción de la existencia de los dos sexos, ligados por una desigual relación de poder y que en el caso de Hobbes llega incluso a la exclusión total de la mujer.

El vínculo hombre-esfera pública, mujer-esfera privada, fue enunciado por Rousseau aduciendo un argumento antiguo; el desenfreno femenino, es decir, la falta de autoconciencia y de racionalidad.

En Aristóteles, su polis era declaradamente masculina, negaba a la mujer por su natural incapacidad en el actuar político.

La lógica es la del “Estado natural” que coloca a los individuos fuera de la historia y los asume como iguales. Es esta ficción del individuo indiferente, neutro, abstracto, que realiza el pacto social con todos los demás para constituir un poder político único que aparentemente representa a todos. La idea de los individuos neutros concatena los principales principios cotidianos de la política: igualdad, representación, soberanía, consenso, mayoría.

Los individuos naturales de Hobbes y de Locke son en efecto asexuados. Es decir, el esfuerzo de abstracción de la teoría, tiene como objeto la eliminación de toda diferencia, de esta manera elimina la diferencia sexual, aún cuando en el imaginario es difícilmente eliminable.

El propio Marx explicita las contradicciones de la ciudadanía propone una superación en la medida que indica como los hombres propietarios son, en realidad, dependientes del plusvalor del producto de los asalariados y, por ende, la solución a la falta de ciudadanía de la mujer y de la subordinación en la familia, que denuncia, es resuelto simplemente en la incorporación de la mujer en la fuerza de trabajo y en su contemporánea liberación del trabajo doméstico a través de la colectivización. Pero en Marx está totalmente ausente la cuestión de que significa realmente la independencia individual y las varias formas de interdependencia que regulan la vida y la sobrevivencia cotidiana y en las que se producen y reproducen históricamente las estructuras de género como modalidad práctica y simbólica. La mujer está estrecha en el reduccionismo clasista y éste es ajeno a una radical modificación del concepto de ciudadanía basado en la autonomía y en la diferenciación sexual.

Si la sexuación estuvo ausente del momento fundacional de la política, no puede aparecer después, dentro de la misma política, como algo que cuente, que sea determinante.

Lo paradojal, en la teoría política, es que el sujeto neutro es contemporáneamente masculino y femenino, pero en definitiva es hombre y por tanto vale por los dos y prescinde de los dos. De esta manera la teoría política moderna permite que la valencia claramente masculina del ser neutro pueda actuar al descubierto como verdadero protagonista de la historia. La representación política hace presente su único sujeto, el hombre, pero tiene la capacidad de uni-formar a los hombres y a las mujeres y, por ende, de representarlos en cuanto están englobados, asimilados, in-diferente de los hombres.

Lo que se exige a la mujer es que no mute la división sexual del trabajo social y por tanto que el acceso a la máquina política advenga por emancipación solitaria.

Cuando se trató de negar el derecho a voto de la mujer, estas primeras violaciones de la universalidad del derecho natural eran desarrolladas plenamente en el terreno propiamente político, reelaborando el tema del exceso emotivo y aquel de la inoportunidad de una representación autónoma de sus intereses.

La desigualdad de la mujer ha incorporado siempre, junto al plano jurídico, el plano ético: la mujer no es ciudadana plena, porque no es individuo. El primero en afirmarlo fue Rousseau delineando dos tipos de diversas morales: una masculina, superior, fundada en la autonomía del juicio individual y, una femenina, inferior, basada en la ausencia del juicio propio.

La diferencia sexual es algo más complejo que un dato biológico; es una estructura simbólica que permite no sólo denominar la experiencia del hecho de que se nace asexuado, sino además organizarla y constituirla como tal, haciéndola pensable y comunicable. Como la antropología y el sicoanálisis nos han enseñado, la humanidad y el individuo mismo llegan a ser tales, superando los límites de la animalidad, sólo si son capaces de simbolizar, construyendo un sistema de señales que codifique las relaciones sociales, comenzando, justamente, por la relación entre sexos. Puede modificase la simbología en la historia, pero permanece su necesidad.

El simbolismo que históricamente se ha desplegado es un orden jerárquico, regido por una lógica en la cual la mujer represente la ausencia, la naturaleza, el cuerpo, los sentimientos, contrapuestos a la plena racionalidad, a la plena cultura, como formas que son atribuidas exclusivamente al hombre.

La ruptura de este pacto de sujeción y la conquista de la igualdad entre hombres y mujeres abre la posibilidad de una elaboración simbólica de la diferencia que no esté ya fundada en la asimetría el dominio. Con la teoría de la diferencia sexual se busca delinear una nueva idea de libertad, de género humano, una idea diversa del universalismo y de la propia política.

Sin embargo, no basta la introducción de elementos de feminización de la sociedad en tanto ella se mantenga básicamente machista. Por el contrario, un coherente principio de la diferencia enuncia la intensión de la mujer de apropiarse del rol de sujeto que es capaz de producir historia, nueva historia, y por tanto, de conjugar los procesos de identificación social y política con los procesos de individualización subjetiva, a partir de un nuevo y fundamental dato; que la mujer se reconozca diferente, diversa y que luche por afirmar esta calidad.

Ello comporta superar el esquema de la sexualidad como pura identidad masculina, donde los hombres son sujetos y las mujeres objetos, lo cual pasa por la consagración de la libre elección de la sexualidad y de la procreación. Sin estos últimos factores todas las demás conquistas de la mujer quedan mutiladas e impiden su configuración como sujeto de la nueva civilización.

Hoy es imposible e impensable una política que no tenga en cuenta las diferencias de sexos. Si se asume la diferencia sexual, se abre camino a una crítica radical de la idea misma de la representación política, es decir, de aquella forma organizativa de la política que reduce el universo humano.

Por tanto, un desarrollo teórico en el cual la necesidad de ser dos sea asumida como un fundamento de una visión que dé cuenta de la irreducible polaridad entre los sexos, pero que al mismo tiempo, exprese la condición necesaria de interdependencia entre ellos, en cada esfera de la actividad humana y no sólo en la reproducción.

En el valor de la diferencia se apoya la idea de sexuar la política y, por tanto, de reconocer la democracia como conflictual.

La diferencia enriquece y extiende el concepto de ciudadanía y ello camina paralelamente ligado a la ampliación de los derechos individuales que reconocen, justamente, las áreas siempre más articuladas de las diferencias individuales, rompiendo la imagen de un tipo de individuo universal homogéneo y otorgándole una representación que hoy es extremadamente heterogénea y compleja.

Para que advenga en plenitud la obra de la diferencia sexual se requiere una verdadera revolución de pensamiento y de ética, que

La presencia femenina representa la emersión de otra lógica, de otra historia, de otro sistema de reglas, diverso de aquel que históricamente ha llevado a las formas actuales y que está dominado por el individuo-masculino.

El universo-mujer expresa una alteración radical, no escribible en los códigos, en las formas de organización y de institucionalización que hasta ahora se han experimentado. Coincide con todo aquello que no ha sido dicho en la historia y por ello –yo creo- constituye un enigma que interroga a la historia y que nos obliga, a todos a interrogarnos sobre la pensabilidad de formas de subjetividad diversas de aquellas que conocemos.

La fuerza de la mujer radica en que más que en ningún otro sujeto, sus temas son parte esencial de la nueva transversalidad, que es el signo actual de expresión social y que ellos irrumpen modificando los confines establecidos en el antiguo mapa de los derechos, incorporando la vida cotidiana, la relación entre sexos, entre generaciones y entre cada individuo y con la asociación de vida que construye. Es, por tanto, el factor de la liberación humana lo que define el nuevo estatuto teórico y práctico del ser mujer en el mundo y de la afirmación de la calidad de la diferencia sexual.

Este proyecto adquiere universalidad porque no sólo está referido a la exigencia primaria de la “igualdad” y de la “paridad” de derechos con el hombre, sino a una reivindicación mayor –que debe interesar a hombre y mujeres por igual- que es la del pleno reconocimiento en el escenario político y en la historia de su propia experiencia de vida que nos habla no sólo de este mundo subyugado milenariamente, sino, de la humanidad hasta ahora oscurecida, acallada, ignorada, de la relación pública e íntima entre hombres y mujeres.

Esto, porque la historia de la mujer no sólo ha sido la de un sexo subalterno, sino la del dominio diario en la sociedad-hombre, sobre ella. En la historia de una humanidad que continúa estando incumplida y, por tanto, es la posibilidad, tal vez única, de escribir una nueva historia de plena reciprocidad entre los sexos, desprovista de un esfuerzo homologizante o paternalista, basada en el pleno reconocimiento de las mutuas especificidades, identidades, modos y sentidos de percibir la vida.

Es en este cuadro que el crecimiento de la subjetividad de la mujer propone hoy elementos de cultura política, como programa de humanización social, justamente en la medida en que define una nueva antropología de la reciprocidad de dos sexos.

Colocar la sexualidad ya no sólo como la pasión del cuerpo, sino entre los momentos de la constitución ideal de los sujetos, mueve los confines que todas las tradiciones de la modernidad han señalado entre necesidad y libertad.

Un programa reformador debe colocar como temas vitales el reconocimiento del valor humano de las muchas dimensiones, un nuevo carácter de los “tiempos públicos” y de los “tiempos privados”, y, por tanto, de la relación reproducción-producción que debe ser regida por la propia autodeterminación de la mujer.

Este proceso debe basarse en la potencialidad crítica y rupturista del mundo de la mujer que coloca, inevitablemente, una redefinición radical de las culturas políticas y de las categorías que hasta ahora han acompañado al desarrollo de la subjetividad colectiva, tal como ella se configura hoy.

Nada más cerca de la democracia de la vida cotidiana y a la conciencia de los límites, a la no violencia, a la tolerancia y al multiculturalismo, que impone el actual desarrollo y el cambio de época, que la ética de la liberación de la mujer, cuya cultura será decisiva para redefinir un universo de iguales-diverso, con recíprocas responsabilidades, con pares oportunidades, por una más rica individualidad humana, libre del afán morboso de la posesión sicológica capaz de despertar, como diría Descartes, la admiración, la pasión entre dos sexos que conservan un espacio de libre atracción, una posibilidad de separación, de competencia y de alianza.

Así puesta la diferencia sexual, la idea de la libertad no puede ser fundada en la praxis y en la responsabilidad de los individuos neutros. Debe basarse, en cambio, en la asunción de la insuperable parcialidad del sujeto, en el reconocimiento consciente de un límite interno al género, que no permite a ninguna parte concebirse como la totalidad.

Esto hace cambiar el concepto mismo de género humano, visto, entonces, como una dualidad que debe vivir en un nuevo pluralismo interdependiente, pero que a la vez enriquece la dimensión de una nueva ciudadanía que es, antes que nada, expansión de la democracia, de una democracia de derechos.


El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.

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