Por: Melissa Jeldes. Directora de Innovación y Desarrollo de Socialab
Querer cambiar el mundo está de moda. Es probable que sea la idea con la que más he escuchado abrir y cerrar conferencias durante los siete años que llevo en Socialab buscando conceptos para que el impacto social no sólo sea asociado a caridad, donaciones o campañas en donde aparece alguien triste en blanco y negro, que después recibe ayuda y ve el mundo en colores.
Muchos han querido cambiar el mundo y despertar en un lugar donde los gobiernos entendieran que resolver problemáticas sociales no es solo una forma de ganar los votos de quien siente más culpa o vive más injusticias, sino lo que nos llevaría a un verdadero desarrollo y progreso.
Tal vez podríamos pensar en cambiar el mundo para que el establishment deje de ver -a quienes trabajan en innovación social- como quienes defienden causas filantrópicas dignas de solidaridad y dieran prioridad al impacto social como lo único que les permitiría un crecimiento económico con números verdes a largo plazo. Sin embargo, nos dimos cuenta de que quienes quieren cambiar el mundo, lo hacen pésimo. Partiendo por uno mismo, todos lo hemos hecho mal.
El impacto social más que un deber moral, ético o espiritual, es un tema práctico, biológico, científico y hasta evolutivo. Si solo nos enfocamos en la meta final, la generación de impacto social no pasaría ni por voluntades políticas ni por rentabilidad, sencillamente sería una cuestión de timing. Va a pasar de todas formas, porque todo tiende hacia allá. El tema es ¿cuánto nos queremos demorar?.
Vamos a un caso concreto. En Socialab, desde lo netamente económico, el aspecto más relevante en todos los proyectos de impacto social -realizados a través de inversiones privadas- es demostrar por qué es rentable abordar las problemáticas sociales de usuarios y clientes. Demostrando, desde aspectos tan profundos como: La generación de ingresos por la integración de nuevas soluciones a una cadena de valor; El ahorro por la adopción de nuevos procesos o tecnologías; Y la capacidad instalada gracias a los cambios de cultura organizacional. Hasta otros los menos profundos como: El posicionamiento dentro de la industria y las ventajas comparativas en relación a la competencia.
La cosa es que, aunque los números den, nadie ha definido cuál debe ser ese retorno ideal, y a partir de ahí todo es relativo. Lo interesante es que a medida que pasa el tiempo, demostrar esas razones se vuelve cada vez menos relevante, porque el vínculo entre causas y efectos es cada vez más evidente, y no puede ser justificado sólo en términos económicos porque tiene relación con muchos otros factores más. ¿Quién se atrevería hoy a decir que legislar o abordar estratégicamente desde la empresa temas de género o adultos mayores no vale la pena porque no es rentable? ¿Quién se atrevería en el 2019 a decir que no les importa que las mujeres con estudios superiores ganen 30% menos que los hombres, o que el 79% de las pensiones sean menores al salario mínimo?.
Hace siete años atrás, cuando una empresa como Socialab comenzó a trabajar con innovación social con diferentes actores -tanto privados como públicos- no eran muchas las empresas que querían invertir en este ítem y no existían fenómenos actuales como el de las empresas B (donde Chile lidera los números en América Latina), siendo a su vez casi nula la cooperación público-privada. En cambio, ahora la cosa está bastante mejor e incluso en el caos se ve un reordenamiento que siempre da paso a algo mejor.
¿Y qué es lo que nos llevará a aumentar la velocidad de la generación de impacto social? Una razón para que gobiernos y empresas avancen en este camino es que, justamente, con el paso del tiempo, nos demos cuenta de que volvernos más humanos es lo más orgánico para todas las metas que tenemos lograr. Y muchas veces no tiene que ver con la mala voluntad de otro, sino que con volverse más humano, más empático y amoroso; una tarea tan compleja que siempre es más fácil cargársela a los demás.
No nos olvidemos que detrás de todos los gobiernos, organizaciones y empresas, quienes -aún- toman todas las decisiones, desde las más sencillas hasta las más complejas, son individuos. Por lo tanto, ya no queremos escuchar invitaciones vacías al cambio sin sentir que, quien lo dice, se esfuerza día a día por cambiar él mismo desde el lugar donde duerme, se despierta, vive, trabaja y ama. En cada intención, pensamiento y acción, el verdadero impacto social se genera desde ahí, no sólo desde las organizaciones sino desde las mismas personas que las componen. Desde donde, lamentablemente, no entra ni la más sofisticada metodología de sistematización ni medición.
Esto va desde quienes quieren un aire más limpio para sus hijos, incluyan buenas prácticas para la disminución de la contaminación en sus empresas; desde quien crea en la igualdad y pague a sus trabajadores sueldos justos; desde el estudiante que pide transparencia, no copie en la prueba y el trabajador que pide justicia, no saque la vuelta. Donde lo que nos importe no sea cambiar el mundo, sino cambiarnos a nosotros mismos.
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.