Por: Francisco Letelier, Sociología – Centro de Estudios Urbano Territoriales UC del Maule; Patricia Boyco, SUR Corporación de Estudios Sociales y Educación; Mario Torres, presidente Unión Comunal de Juntas de Vecinos de Talca; y Filomena Díaz, directora Unión Comunal de Juntas de Vecinos de Talca
En Chile existen unas 230.000 organizaciones comunitarias formales, cerca del 80% de todas las organizaciones de la sociedad civil. A ellas se suma un número significativo de organizaciones informales de base. Estas organizaciones trabajan diariamente en todo el país y en diversas esferas. Ejemplo reciente de ello son las múltiples iniciativas comunitarias que se están desarrollando en el contexto de crisis sanitaria y social, tanto de carácter solidario como reivindicativo. Pese a su inmenso número y significativo aporte a la sociedad, su condición y posición actual en el mapa del poder les hace muy difícil erigirse en contraparte efectiva frente a los actores del mercado y el estado.
Pero esto no siempre ha sido así. Hasta 1973, en Chile, las comunidades territoriales experimentaban un proceso ascendente de organización social relacionado con las luchas por la vivienda y los servicios urbanos. Según Manuel Castells, hacia finales del gobierno de la Unidad Popular, más del 50% de la población participaba en organizaciones vecinales. En 1968 se promulgó la primera Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias, que reconoció y otorgó estatuto jurídico a este poder social en expansión.
Esta ley tuvo dos características centrales: por un lado, igualó la escala territorial con la organizacional, es decir, por cada unidad vecinal existía solo una organización de vecinos con legitimidad para actuar en representación del conjunto de los habitantes. Por otro, asignó a estas organizaciones amplias atribuciones en la promoción de procesos asociativos y en la planificación del territorio.
El poder real y legal de las organizaciones comunitarias para participar activamente en la vida pública nacional se fortaleció aún más con dos modificaciones constitucionales hechas en 1971. La primera reconocía el derecho a la participación, su protección y promoción; y la segunda reconocía constitucionalmente el estatus jurídico-político de las organizaciones comunitarias como expresiones mediante las cuales las personas y el pueblo podían ejercer el derecho a participar.
Dividir para reinar
¿Cómo terminaron las organizaciones perdiendo su lugar en la vida nacional? Durante la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet (1973-1989) muchas organizaciones comunitarias fueron reprimidas y las juntas de vecinos se intervinieron. La transformación de estas últimas en vehículos de clientelismo produjo distanciamiento y desconfianza con el resto del tejido comunitario, que intentó mantener su autonomía. Tal separación, de distintos modos, se mantiene hasta hoy entre organizaciones territoriales, funcionales e informales.
Al finalizar el periodo dictatorial, en 1989, luego de la derrota en el plebiscito de 1988 y viendo que ya no tendría el poder de controlar a las organizaciones, la dictadura derogó la Ley de 1968 y promulgó una nueva ley de Juntas de vecinos y organizaciones comunitarias, que les quitó todo poder y las obligó a fragmentarse.
En 1990, el gobierno de Patricio Aylwin envió un proyecto al Congreso para democratizar las juntas de vecinos y devolverles algo de su poder, especialmente a partir del restablecimiento de su ámbito jurisdiccional: una junta de vecinos por unidad vecinal y una unión comunal de juntas de vecinos por comuna. Sin embargo, 31 diputados de RN y la UDI acudieron al Tribunal Constitucional para impugnar este aspecto del proyecto aludiendo que afectaría la libre asociación. El Tribunal les dio la razón. Luego se intentó poner mínimos al número de socios para constituir una junta de vecinos, de manera de evitar una hiperfragmentación. Nuevamente los diputados acudieron al TC y nuevamente este les dio la razón.
Así, bajo el amparo de la Constitución de 1980 y del Tribunal Constitucional, una nueva Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias fue promulgada en 1994. Esta nueva legislación, sin embargo, reprodujo la fragmentación y no entregó más poder a las organizaciones comunitarias que el de “ser oídas” por la autoridad.
La Constitución del 80: una lápida al poder comunitario
La transformación de las juntas de vecinos y demás organizaciones comunitarias en actores con poca relevancia en la vida pública nacional ha estado amparada en la Constitución de 1980. Esta no solo eliminó la garantía constitucional de participación, sino que, al eliminar el reconocimiento constitucional explícito a las organizaciones comunitarias, las dejó en la categoría general y ambigua de cuerpos intermedios. El Tribunal Constitucional establece que los cuerpos intermedios son “agrupaciones voluntariamente creadas por la persona humana, ubicadas entre el individuo y el Estado, para que cumplan sus fines específicos a través de los medios de que dispongan, con autonomía frente al aparato público”. Esta definición implica que, dentro de esta nomenclatura, cabe una junta de vecinos o un centro cultural, pero también caben El Mercurio y la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), el diario y la organización empresarial más poderosos de Chile, respectivamente.
Por lo tanto, con la Constitución de 1980, el Estado de Chile establece que las organizaciones comunitarias no constituyen un eslabón prioritario en la organización de la sociedad civil, lo que rompe la tradición de hecho y derecho que venía instituyéndose. El Estado asume que todos los cuerpos intermedios tienen la misma relevancia en la construcción de lo público y la misma capacidad (o poder) de participar en ello. De este modo, a quienes redactaron la Constitución de 1980 les parece bien que, en el libre mercado, la capacidad de incidir en los asuntos públicos esté en directa relación con el poder económico que se tenga.
El lugar de las organizaciones comunitarias en la nueva Constitución
En este contexto y en medio del debate constitucional, creemos que es imprescindible resituar las organizaciones comunitarias en el mapa del poder. Esto implica al menos tres cosas. En primer lugar, establecer la participación ciudadana como un derecho humano garantizado constitucionalmente y dotar a nuestra democracia de nuevos y mejores mecanismos para incrementar el rol público de la sociedad civil. Esta propuesta está bien fundamentada en el informe que, en febrero de 2016, entregó el Consejo Nacional de Participación Ciudadana y Fortalecimiento de la Sociedad Civil. En segundo lugar, se requiere dar reconocimiento constitucional a las organizaciones comunitarias como primer eslabón a través del cual las personas nos vinculamos con lo público y primer espacio de convivencia democrática. Reconocerlas implica asumir que son parte esencial de una democracia fuerte, apoyar su fortalecimiento, su democratización, articulación y autonomía. Finalmente, es imprescindible reconocer a las Unidades Vecinales (y la articulación entre estas) como los territorios básicos donde debe expresarse la participación articulada de las comunidades y desde donde deben comenzar los procesos de planificación territorial. Han de ser reconocidas como la primera escala de la gobernanza territorial.
En una sociedad que vive una profunda crisis de confianza en las instituciones y en la democracia misma, la vuelta de las comunidades al centro de la vida pública puede contribuir a renovar la convivencia, el sentido de pertenencia a una comunidad nacional y la confianza en los otros. Una Constitución que reconozca el lugar de las organizaciones comunitarias en la vida nacional abrirá cauce para que el potencial creativo y creador de los espacios locales se exprese con propiedad nuevamente en la vida social, y contribuirá a que el pilar de la comunidad haga un contrapeso más efectivo al Estado y al mercado.
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