Por: Miguel Contreras A. Doctor en Geografía. Académico Departamento de Geografía de la Universidad de Chile
A partir del año 2011, a largo del país, ciudadanos y ciudadanas de diversas regiones, provincias y comunas realizaron numerosas protestas ante complejos y urgentes problemas ambientales, sociales y económicos que las afectaban. Las movilizaciones masivas de Magallanes el 2011, Aysén y Freirina el 2012 y Chiloé el 2016, entre otras (todas ocurridas antes del estallido de 2019), pusieron en jaque al gobierno central con los llamados a huelgas y paros regionales, los que implicaron, muchas veces, cortes de caminos con piquetes o barricadas, tomas de rampas y aeropuertos, actos culturales y marchas multitudinarias en las principales ciudades y pueblos de dichos territorios.
A través de estas protestas, muchas veces convocadas por “asambleas ciudadanas”, las personas de regiones, y en específico de zonas con poca población, criticaban descarnadamente al centralismo político y administrativo del país. Esta crítica fue bastante transversal en términos político-partidistas y, pese a los dispares desarrollos posteriores y los resultados muchas veces desalentadores que dichas movilizaciones tuvieron, evidenciaban el hartazgo social ante una desigualdad histórica: la existente entre el centro del país con sus grandes ciudades metropolitanas y las regiones extremas con grandes territorios y poca población.
Para muchas de las personas movilizadas en regiones extremas esta desigualdad se manifestaba en el desigual acceso que ellas tenían a los servicios de salud, educación, infraestructura, empleo y oportunidades de desarrollo, así como en la permanente invisibilización de los problemas de esas regiones dentro de la agenda pública y de la política nacional.
Es habitual, al conversar sobre la vida cotidiana con personas de Magallanes, Aysén, Chiloé, Arica o, incluso, Calama, escuchar frases tales como “no les importamos a los políticos porque somos pocos votos”, “cuando hay problemas acá no salimos ni en las noticias”.
En Coyhaique no es raro escuchar “Chile termina en Puerto Montt”, o en Ancud oír a alguien decir que “los Chilotes somos poquitos, por eso no nos miran”. Así, en estas regiones relativamente aisladas, las personas hablan del histórico “abandono” del Estado: las autoridades de Santiago o el congreso de Valparaíso no ven a las personas de las regiones y sus problemas, alimentando un permanente sentido de postergación. Sólo cuando las situaciones son anormalmente críticas, graves o con implicancias internacionales, los problemas de las regiones extremas aparecen en el debate nacional, tal como es el caso de la masiva inmigración extranjera que actualmente afecta a los territorios del Norte Grande, que ha provocado una inédita crisis social y económica tanto en localidades pequeñas (Colchane) como en ciudades más grandes (Iquique).
En este contexto, parece muy alentador que la Convención Constitucional haya aprobado iniciativas que buscan “corregir” el viejo problema del centralismo chileno. Así, en febrero pasado se aprobó, en el pleno de la Convención, la definición de Chile como un Estado Regional.
En esta propuesta, las unidades territoriales regionales tendrían en el futuro un nivel de autonomía nunca antes visto en la historia del país, aunque queda por definir cómo esta autonomía se implementará y se sustentará en el tiempo. Sin embargo, resulta paradójico que en la misma Convención tenga tanta fuerza, sobre todo en algunos sectores progresistas y de izquierda, la idea de establecer un poder legislativo unicameral que, como se explica a continuación, puede generar fuertes tendencias anti-descentralizadoras, las que deben ser examinadas detenidamente.
Chile es un país históricamente centralizado en términos político-administrativos que, además, posee una muy desigual distribución de su población. En la Región Metropolitana de Santiago se concentra el 41,9% de la población, mientras que las Regiones extremas tienen un peso demográfico muchísimo menor. Así, Arica-Parinacota tiene el 1,3% de la población nacional, Magallanes concentra el 0,9% y Aysén apenas alcanza el 0,5%. Adicionalmente, más del 85% de la población vive entre las Regiones de Valparaíso y Los Lagos.
Esta distribución demográfica determina, directamente, el tamaño del padrón electoral de cada una de las regiones. Todo lo anterior, en términos crudos, implica la hiper-concentración de votos potenciales en las regiones de Santiago, Valparaíso y Biobío. Puesto que es muy difícil que los patrones de poblamiento cambien significativamente a mediano o largo plazo, las regiones extremas del país siempre mantendrán poca relevancia electoral en términos de número de votos y, si la representación en la cámara única legislativa sigue criterios estrictos de proporcionalidad, dichas regiones tendrán muy pocos diputados/as que pongan en el debate nacional los problemas que enfrentan sus electores en esos territorios.
Un número significativo de democracias occidentales tienen sistemas bicamerales en que se busca conciliar la legitimidad de representar tanto a la población como a los territorios dentro del poder legislativo (Alemania, Argentina, Brasil, Bolivia, España, Reino Unido, Canadá, entre otros). Así, normalmente se logra la representación demográfica en una cámara baja, mientras que la representatividad territorial se expresa en una cámara alta.
En teoría, el Senado chileno busca dar representación a las regiones del país sobre-representando a las regiones poco pobladas que abarcan grandes territorios. En ellas se eligen senadores/as con relativamente pocos electores, algo que ocurre en muchas democracias consolidadas. Esto no debe entenderse como una anomalía democrática, sino como una estrategia institucional que, como tantas otras, busca superar desigualdades estructurales y dar representación a determinadas minorías.
La misma Convención Constitucional tiene un mecanismo de este tipo: los escaños reservados de pueblos indígenas, que otorgan representación garantizada a estos grupos más allá de su simple peso demográfico.
Para muchos, un sistema unicameral agilizaría el debate y las decisiones legislativas, generando políticas que permitan los cambios sociales demandados por la población, puesto que, sobre todo desde 1990, el Senado ha actuado frecuentemente como un órgano conservador que mantiene el status quo.
Sin embargo, es necesario señalar que en un sistema de cámara única las regiones extremas y poco pobladas quedarán minimizadas y marginadas de las grandes decisiones del país. Al tener pocos votantes y, con ello, pocos diputados/as, los problemas de las regiones aparecerán como poco relevantes en el debate político nacional. Las campañas electorales tenderán a enfocarse en los grandes problemas urbanos o metropolitanos (donde se ubica el grueso del electorado) y las regiones extremas tendrían, como siempre, que realizar acciones de protesta fuera de la institucionalidad para hacer oír sus voces y visibilizar sus problemas.
La inexistencia del Senado o de un poder legislativo que represente adecuadamente a los territorios profundizaría la tendencia a generar leyes que, tal como ocurre hasta ahora, no entiendan a cabalidad lo que ocurre en las regiones extremas, postergándolas como siempre. Ello generaría condiciones que pueden perpetuar su escaso poblamiento, manteniendo la actual tendencia a la emigración, permanente o temporal, de segmentos significativos de su población hacia las grandes ciudades de la zona central, ya sea para cursar estudios superiores, acceder a servicios o buscar oportunidades laborales, entre otras situaciones.
En este sentido, se vuelve imperativo que la Convención Constitucional pondere seriamente estas implicancias antes de terminar totalmente con la institución del Senado y definir un sistema unicameral. En el actual debate dentro de la Convención (marzo de 2022), los constituyentes estarían por establecer la unicameralidad legislativa, suprimiendo el senado, pero creando un “Consejo Territorial”, cuyo rol, atribuciones y composición no son claras.
A primera vista, el mismo nombre de “Consejo” (grupo que “aconseja”) da cuenta de una estructura de tipo simbólico, sin mucho poder político efectivo, es decir, una figura mas consultiva que resolutiva. De ser así, nuevamente las regiones, sobre todo las extremas y poco pobladas, serían postergadas y sus problemas nuevamente invisibilizados.
Una propuesta mas justa implicaría definir algún tipo de bicameralismo distinto al histórico en que ciertas tareas legislativas se repartan, no se obstaculicen y no se repitan. Así, podría existir una cámara de diputados/as con mayor autonomía que la actual para aprobar leyes y normativas de forma expedita, y una cámara territorial que tenga atribuciones legislativas exclusivas sobre aspectos clave para el desarrollo de las regiones.
Entre las atribuciones y temas sobre las que tendría facultades esta cámara territorial, se podrían incluir normativas sobre uso de recursos naturales, protección de la naturaleza y regulación sobre los sistemas de parques nacionales, definiciones sobre las relaciones exteriores (especialmente con países vecinos), las normativas sobre el uso, valoración y conservación del maritorio nacional (territorios marinos), la organización interna del país y las normas que fomenten la solidaridad interregional, entre otras.
Independientemente de las atribuciones que se le asignen, la cámara territorial no puede ser simbólica, sino que debe tener responsabilidades y atribuciones importantes dentro del entramado institucional, convirtiéndose en un pilar fundamental para la democratización y la descentralización efectiva de Chile.
Que sea la voz legítima de las postergadas regiones para que, los habitantes de regiones extremas no sigan sintiendo que no cuentan en democracia, o que no son importantes para el país.
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.