Por: Víctor Bórquez Núñez. Periodista y escritor
“El primer hombre en la luna” (First Man, 2018) demuestra que, tras el éxito, la polémica y la exposición pública que supuso su filme anterior -la brillante experiencia musical titulada “La ciudad de las estrellas (La, la, land)-, Chazelle ha sabido reinventarse, aun cuando este filme divida a sus seguidores y a los críticos.
Desde luego, es un alejamiento de los géneros tradicionales (tal vez puede ser incorporada en ese subgénero denominado biopic, historias semi biográficas características del cine estadounidense, aun cuando se evidencie que el realizador busca un nuevo nivel expresivo, argumental y discursivo.
“El primer hombre en la luna” cuenta con un guion de Josh Singer, quien adapta el libro de James R. Hansen, “First Man” y revela, desde el comienzo, la ambición como cineasta de Damien Chazelle, quien parece obsesionado con dejar constancia en cada imagen de sus películas que él está dejando un testimonio de su personalidad, que tiene un estilo, que ama el cine. Esta obsesiva manera de filmar puede alcanzar momentos notables (La, la, Land es la mejor prueba de ello), pero a ratos puede parecer un manierismo y provocar -como en este caso- cierta frialdad.
La película abarca el contexto entre 1961 y 1969 en la vida de Neil Armstrong (Ryan Gosling), que incluye la pérdida de su hija por un tumor cerebral a la llegada a la Luna, este último un dato que todos conocen y, por lo tanto, la preocupación de Chazelle no es la de que el espectador esté expectante con saber si llegará o no al satélite este hombre, sino los acontecimientos que lo provocaron.
Así, desde el comienzo, con las primeras imágenes, queda claro que el director está trabajando con elementos estilísticos para lograr una épica diferente, mucho más íntima y para nada apegado a la típica mirada del cine estadounidense que suele ser espectacular y llena de efectos especiales.
Chazelle, por el contrario, evita esa espectacularidad y se acerca a sus personajes –a sus rostros- para dibujar, con elegancia, un contexto específico, sin esquivar los sucesos sociales que rodearon el tema de la carrera espacial estadounidense, en plena crisis social, aun cuando ello solo sea referencia y no lo que el director busca subrayar.
Es el proceso personal de Armstrong el que interesa al director, demostrar que su obsesión en conseguir el objetivo de llegar a la Luna era parte de una suerte de catarsis, como superación de un dolor y del trauma de haber perdido a su hijo.
El realizador utiliza elementos sutiles para ir mostrando el contexto social que rodea a Armstrong en su objetivo de llegar a la Luna: noticias al azar en la televisión o el empleo efectivo de la canción “Whitey on the Moon”, de Gil Scott-Heron, sirven para ese efecto antes que discursos o sucesos espectaculares. Porque a Chazelle no le interesa apegarse a la fidelidad histórica de un suceso que marcó un antes y un después en la historia de la Humanidad, sino indagar en el drama personal e íntimo del astronauta, poniendo énfasis en su relación matrimonial con Janet (Claire Foy).
Lo que más destaca en este filme es el uso del montaje (tal como sucedía en su ópera prima, “Whiplash”), donde se hace hincapié en la relación imagen y música, algo que Chazelle viene cultivando de manera evidente. Este trabajo de montaje hace que este filme alcance un ritmo (demasiado) pausado y use elementos narrativos antiguos como el empleo del docudrama, con fuertes contrastes de tono y color en las escenas de los astronautas en plena misión lunar.
Así, a muchos espectadores podrá desorientarle el exceso distanciamiento y la frialdad que emplea el director para contarnos lo que en verdad es un profundo melodrama (drama y música, nunca mejor el término) que, en última instancia, es la historia de una obsesión, tema que también es propia del realizador: la vimos en “Whiplash”, en “La, la, Land” y es el motor de todo lo que persigue Neil Armstrong, lo cual lo convierte en un típico personaje en la breve filmografía de Chazelle hasta ahora.
“El primer hombre en la Luna” es, entonces, una apuesta riesgosa que puede ser irregular, fría y calculada al milímetro. No obstante, como cine, como película, despliega elegancia en su sentido de la imagen cinematográfica, un brillante trabajo de montaje y brinda buen cine, digno de un director que se sabe inteligente y cinéfilo y trata de superarse a sí mismo.
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