Por: Fernando Verdugo V. Presidente del Partido Radical, región de O’Higgins
Hace unos días atrás terminé otra vez de leer el libro “La historia oculta del régimen militar”, y a la luz de sus páginas observo lo ocurrido las últimas semanas, donde se ha producido el revival del plebiscito del ’88, en medio de un escenario interesante de observar a nivel político, que no podemos dejarlo pasar a propósito. Valga como advertencia que para hilvanar algunas ideas solo usaremos las denominaciones “derecha” e “izquierda”, a fin de hacerlas funcionales al binomio “Si” y “No”.
Por una parte, hoy la derecha sigue poblada por quienes vivieron la “debacle” de los ’70, que abogaron por la intervención armada que alimentaba Estados Unidos y que ya había cobrado intimidatoriamente la vida de un General y un Almirante de la República; que asumió como “mal necesario” el asesinato selectivo, la tortura y desaparición de contrarios y que celebraron cada “11 de septiembre” como una epifanía; esa derecha hoy ha incubado un poderoso movimiento de jóvenes que, criados en su seno, alimentados ideológicamente en un anti izquierdismo militante, plantean con verosimilitud que les redime el hecho de ser jóvenes y convenientemente trabajan un remozamiento de la derecha, renegando en público de lo que aún les anima en privado, buscando legitimar su opción como una nueva oportunidad en el electorado. Así, no sienten que la opción “Si” del plebiscito sea en lo concreto la banalización de la tragedia, una forma de ensalzar los logros del régimen como contrapeso a la barbaridad, entendida esta, por último, como un costo de las “modernizaciones” y el “salto al desarrollo”, como diría José Piñera.
En cambio hoy la izquierda (como dije, no usaré tampoco acá los “centrismos”, para no evadir el bulto), a 30 años del plebiscito, está básicamente dividida en tres:
Un frente compuesto de un amplio contingente de no militantes, que participaron tempranamente del movimiento popular de derrocamiento del dictador y que, como el comunicador Patricio Bañados, también tempranamente después del plebiscito, fueron desplazados y olvidados, convertidos en un millar de rostros e historias irrelevantes para la democracia, que se mimetizaron con todo el mundo y ellos, que eran todo el mundo, desplazados, perdieron protagonismo y fuerza para decir: esto no es lo que queríamos. Las tarjetas de crédito y las urgencias pudieron más, en medio de la segunda oportunidad que brindaban a Chile los commodities. Por ello, su ausencia a la hora de determinar la paternidad del No.
Otro frente es el militante, que poco a poco fueron desplazados a lugares menores, de poca o nula influencia, postergados bajo la sombra de las figuras de la transición y su pléyade de “aparecidos”, de “hijos y sobrinos de”. Los militantes llenaron las calles con sus gritos, elaboraron lienzos multicolores, panfletearon a costa de palos y gas, rayaron murallas y en el peor de los casos murieron en medio de protestas y del olvido, y los que vivieron para la gloria del día después, quedaron bajo los escenarios, repartiendo el sánguche, ordenando después del acto, cobrando relevancia para las internas partidarias y de ahí, si te he visto no me acuerdo.
El tercer frente en la izquierda es el de los jóvenes, esos que sienten vergüenza de la transición, esos que critican la falta de épica y el afán de burócratas que lo invadió todo y que hoy se organizan en otra miríada de movimientos y partidos, porque eso si es congénito de la izquierda: la atomización. Esos jóvenes que miran con recelo y distancia a los próceres, que sospechan de la militancia, que no se conforman con lo que se conformaron los padres y madres del No, están activos y pujantes, aunque su dirigencia carga los males de los viejos también, como diría Gabriel Salazar: el caudillismo y el peligro constante de convertirse en una burguesía de izquierda.
Como corolario, podemos señalar que después del plebiscito la izquierda, a diferencia de la derecha, tiene a lo menos tres espacios de discusión y memoria perfectamente definidos y por sobretodo, irremediablemente divididos; con una evaluación crítica del proceso derivado después del ’88, que la derecha se ufana de señalar como de “aceptación del modelo económico” y otros de izquierda, como la vergüenza de la profundización de dicho modelo a costa de la desmovilización persistente y la negación de un cierto pacto social mudo que animó la derrota de la dictadura y que sostenía la esperanza de cambios en la esfera económica que cerraran las brechas, mejoraran la igualdad de oportunidades, repensara el papel subsidiario del Estado, sacándolo del modelo decimonónico –en palabras de la filósofa conservadora Chantal Delsol- al que lo llevaron los Chicago boys. Los chilenos reconocen que las condiciones materiales han cambiado enormemente en este período, pero como lo señaló críticamente un reciente artículo de The Economist, saben que el milagro es inconsistente con una política de desarrollo orientada al bien común, sino más bien el resultado de un golpe de suerte en la ruleta de los commodities.
Por eso es que en pocos meses Chile ha visto con gracia cómo se organizan y reorganizan actos conmemorativos, sacando y reponiendo invitados de la mesa, reordenando a la fuerza el mapa político para llevarlo a los antiguos “tres tercios”; incluso el impulso conmemorativo llegó a La Moneda reajustando la memoria. Así los 30 años del Plebiscito se convierten en otra buena oportunidad para reflexionar con serenidad y ánimo crítico, lo que Patricio Bañados dijo hace un tiempo y que está en la base de un cierto malestar taimado de la sociedad chilena: “En el plebiscito del ’88 ganó el Sí. Hubo más gente que votó que No, pero ganó el Sí.”
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