Por: Manuel Baquedano M. Sociólogo de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Fundador del Instituto de Ecología Política
Las monedas sociales creadas por iniciativas ciudadanas desempeñarán un rol clave en la implementación de la Vía de la Simplicidad, es decir, en la estrategia que promueve el abandono progresivo de la sociedad de consumo al eliminar lo superfluo y comenzar a producir nosotros mismos las mercancías básicas para nuestra vida como el alimento, la vestimenta y la energía. En un artículo anterior, cuando hicimos referencia a los presupuestos para el buen vivir, dijimos que la moneda actual sirve para intercambiar mercancías y servicios en la sociedad de consumo, para comprar en los centros comerciales o en los supermercados, pero no se adecúa cuando se trata de hacer trueques de bienes o servicios producidos en forma doméstica o local, en un barrio o una comuna.
Las monedas sociales son un instrumento muy útil para reforzar las relaciones vecinales y desarrollar una economía doméstica que estimule y aproveche las habilidades personales de sus participantes. El uso de estas monedas permite a quienes las emplean salir progresivamente de la sociedad de consumo pues se puede pagar una parte de la producción con el dinero oficial y otra parte a través del prosumo o el trueque.
Los tiempos que se avecinan -y que anteceden a la Era de la Escasez- parecen estar caracterizados por un período en que las ciudades comienzan a quedarse sin agua y la economía mundial y sus monedas oficiales atraviesan una montaña rusa con grandes picos de subidas y bajadas. Están quienes, presos del pánico, se refugian en el Bitcoin aunque esta moneda digital y global haya perdido más del 60% de su valor en el último año debido a la desconfianza que despierta la posibilidad de un hackeo mayúsculo –como ya ocurrió- o las sospechas de que encierra la clásica estafa del sistema piramidal –conocido también como el “Esquema Ponzi”-. En este contexto, pareciera que no existen otras alternativas al dinero oficial aunque esto no es así y contamos con múltiples pruebas.
Prácticamente nadie habla de que se está desarrollando en el planeta una poderosa corriente ciudadana que impulsa la creación de monedas sociales en territorios locales bien determinados como regiones, comunas o incluso en barrios. Este fenómeno nació principalmente en países europeos ya hace unos treinta años y recién ahora se está masificando y extendiendo en Asia, África y, más recientemente, en América Latina.
Se trata de más de 5.000 experiencias en todo el mundo, según un censo realizado en 2017, que se presentan bajo distintos nombres como monedas locales, alternativas, comunitarias, complementarias, entre otros; pero que obedecen a la definición elaborada por el economista belga Bernard Lietaer quien describió a este tipo de monedas como “Un acuerdo dentro de una comunidad de usar algo como medio de intercambio”.
Son monedas creadas por ciudadanos y comunidades a las que el Estado, por no poder controlarlas o prohibirlas, ha tenido que tolerarlas sin otra opción. En definitiva, son espacios ganados por la ciudadanía frente al Estado y las grandes corporaciones financieras.
Durante 2017 tuvimos la oportunidad de visitar las principales experiencias europeas en la materia. De todas ellas, la moneda social más desarrollada es la de la ciudad de Bristol en Inglaterra, donde hasta el sueldo del alcalde y los impuestos locales son pagados a través de la Bristol Pound que funciona en base a billetes y una tarjeta digital. Con posterioridad visitamos la ciudad francesa de Toulouse donde el Municipio impulsa una moneda denominada Sol-Violette. Existen en Francia más de 50 monedas de este tipo en circulación y en España, que contaba con 30 en el año 2013, hoy se contabilizan más de 200 casos.
Fue en Suiza, en uno de los principales templos del dinero oficial mundial, donde vimos dos monedas alternativas que nos llamaron la atención: el WIR y el Léman de Ginebra.
La moneda WIR -que significa “círculo económico”- es una experiencia digna de analizar: fue creada en 1934 por un grupo de pequeños empresarios para enfrentar la crisis económica derivada de la Primera Guerra Mundial y, desde ese entonces, les ha permitido intercambiar bienes y servicios sin depender de la moneda oficial, el franco suizo. En la actualidad, esta moneda tiene cerca de 50.000 pymes afiliadas que mueven anualmente un equivalente a 1.800 millones de dólares. En la práctica, podríamos considerar a WIR como una especie de banco alternativo.
En simultáneo, en 2015 y también en Suiza, fue creada una moneda ciudadana transfronteriza en torno al lago Léman. Esta moneda conocida como Léman se utiliza bajo dos formas: en billetes –hay emitidos cerca de 80.000 – y al mismo tiempo han desarrollado su propia versión de moneda virtual que utiliza la técnica del blockchain – la misma técnica que permite funcionar a las criptomonedas como el Bitcoin-.
En América Latina las experiencias con monedas locales y alternativas han tenido una suerte dispar y más bien predominan los fracasos antes que los aciertos. Conocido es el caso de la moneda “crédito” en Argentina, una moneda que nació en 1998 a partir de la crisis económica como una iniciativa de los clubes de trueques. En aquel entonces, la moneda alcanzó una gran difusión: nucleaba a más de 5.000 clubes en los que participaban cerca de 2,5 millones de ciudadanos. Esta experiencia se extinguió luego de descubrirse un fraude -con falsificación incluida- que minó el capital más apreciado de una moneda social: la confianza entre sus miembros.
Es importante destacar que también han existido monedas alternativas y complementarias en México como el Túmin en Vera Cruz, que fue creada en el 2010 y que agrupa a alrededor de 500 miembros a pesar de vivir en un constante conflicto con el Estado mexicano que busca prohibirla. Por otro parte, en 2014, la localidad colombiana de Suesca creó su propia moneda denominada La Roca.
Para los que no creen que estemos frente al fin de la sociedad de consumo y de la civilización industrial estas experiencias no dejan de ser miradas como experiencias marginales y hasta pintorescas. Sin embargo, para los que sí piensan que estamos ante un fin de ciclo, son experiencias cuantitativamente marginales pero cualitativamente germinales.
Nuevamente se nos viene a la memoria una escena de la película Titanic: cuando los pasajeros que estaban en el restaurante, ya informados del choque con el iceberg, reclaman por el precio elevado de los postres en vez de prepararse para abandonar el barco; un barco que era considerado por los pasajeros y por la ciencia y la técnica de la época como imposible de hundir. Cuánta razón tiene la antropóloga española Yayo Herrero cuando sentencia: “Nuestra civilización tiene un enorme problema: cree que progresa mientras se destruye a sí misma”.
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