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[Opinión] “Cola de Mono”, el cine gay en Chile y las voces de los otros

Por: Víctor Bórquez N. Periodista y escritor


Después de la pausa de su carrera en cine que significó el filme “Invierno” (2015), pareciera que el director y escritor Alberto Fuguet inicia una nueva etapa en su trayectoria, donde se mezclan varios episodios clave: la declaración pública respecto de su condición sexual, sus novelas “No ficción” (2015) y “Sudor” (2016), obras en las que aborda derechamente el tema homosexual sin ninguna censura de por medio y, ahora, la aparición de “Cola de mono”, un filme que oscila entre el drama, el terror, la comedia negra y el porno suave, haciendo que reflote la discusión acerca de este tema en Chile.

Para Fuguet fue una salida del closet –personal y estética-, una conexión con su sensibilidad gay y la reafirmación de un estilo.

Para el cine nacional, “Cola de mono” marcó un precedente, pese a las críticas lapidarias con que ha sido recibida. Hecho no menos relevante si se considera que este filme es la primera de dos películas que tienen personajes y tema directamente homosexual, siendo la segunda “Siempre sí”, filmada en Ciudad de México, una incursión en el porno.

En Chile el cine gay ha tenido un camino incierto. Hay no pocas películas de real calidad que abordaron las singulares aventuras de la otredad, siendo tal vez “En la escala de los grises”, uno de los mejores exponentes y “Jesús” y “El pejesapo”, los más polémicos hasta el arribo de “Cola de mono”.

¿Cuál ha sido el motivo de la polémica?

La adhesión de Fuguet a ciertos códigos del porno suave (el filme transcurre en 1986, en las postrimerías de la dictadura en Chile, lo que implica un contexto determinado por el miedo, la inseguridad y el sentido de la culpa), que también remiten a películas que marcaron su fascinación por el cine de manera personal, siendo las referencias al cine de Brian De Palma el más evidente, con su alusión a “Vestida para matar” como elemento clave, entre otras citas.

“Cola de mono” es una cinta definida como “de género”, con sexo explícito, desnudos masculinos frontales y mucha estética pop de los años ochenta, donde se funden el terror con el porno. Pero como toda pieza fílmica importante -ésta lo es-, hay posibilidades de diversas lecturas. Así, desde otra perspectiva, la  película no solo se queda en el tema de lo gay (expuesto y sobreexpuesto), porque también navega en la descripción de un entorno familiar característico de la literatura que cultiva: muchos secretos, misoginia, corazas que protegen (o tratan de hacerlo) de dolores inconfesados y casi siempre a la defensiva, expectantes, siempre leyendo o viendo cine, uno de los guiños más características de los personajes fuguetianos.

Este filme ha sido destrozado por la crítica, cierto. Pero su trato ha sido injusto. Se merecía mucha mayor atención, porque contiene elementos que vienen a potenciar el cine nacional, partiendo por la estética y terminando por poner en la mesa el tema gay como elemento de conversación o de discusión más que necesarios, sobre todo dado el punto de vista que asume el filme y que se solaza en el sentido de la culpa, el miedo a la castración y la promiscuidad extrema, que tanto ha molestado a ciertas comunidades pro diversidad sexual.

“Cola de mono” entrega desde su título -un juego de palabras que tan pronto corresponde a una bebida alcohólica característica en Chile para Navidad y Año Nuevo, como a la alusión a la denominación de “cola”, vocablo peyorativo con que se denomina  a los homosexuales en este país-, material para la discusión, que funcionan para retratar a una familia disfuncional, compuesta por la madre y sus dos hijos, los que a medida que transcurre la celebración de la llegada de un nuevo año, comienzan a revelar secretos que descomponen el cuadro familiar perfecto.

Porque la familia que muestra Fuguet es agresiva, se encuentra en tensión y desde el comienzo se evidencia que algo va a estallar, en esa Navidad de 1986. Ellos celebran el ritual navideño, discuten, comen y beben, teniendo presentes el fantasma de un padre que se suicidó por razones que pronto conocerá el espectador y que determina los acontecimientos.

Desde luego que ese ambiente, exasperante, con una violencia creciente y un sentido culposo de las relaciones humanas, aluden de manera indirecta a los estragos que provocó la dictadura en el país, donde este hogar, con una casa deteriorada en un vecindario que alguna vez fue importante, se convierte en un laberinto claustrofóbico.

La parte crucial de esta primera parte,  sucederá cuando la madre sucumbe al alcohol consumido: Vicente, el hermano mayor, se lanza a un peligroso cruising por la ribera del río Mapocho mientras Borja, el menor,  soporífero, el hermano mayor, Vicente, sale al encuentro gay nocturno y el menor, Borja, se  introduce a la habitación de su hermano, descubriendo su verdadero mundo, para luego iniciar un juego de autoerotismo que descubrirá su cuerpo, sus sentidos y su propia naturaleza, algo que se vincula con la referencia al escritor Stephen King, de quien se cita un texto acerca del despertar del mal en el interior de los seres humanos.

Ambas situaciones -Vicente, teniendo sexo en pleno parque y Borja, en su juego masturbatorio- son caminos que conducen a un mismo punto: el dolor físico, el derrumbe de las fachadas y la aceptación de una homosexualidad que se revela culposa, temerosa, reprimida.

A partir de estos conflictos, comenzará una segunda parte, donde se tiñe todo con la cinefilia del propio director Fuguet, con muchas referencias al cine de terror (algo de “Carrie”, por ejemplo), con mucho trabajo del color y la luz, algunos efectos de montaje (como disolvencias, pequeñas elipsis y rupturas de la linealidad y sincronía del relato), y una gran cantidad de efectismos que deterioran el ambiente inicial creado, haciendo que el filme derive hacia otros derroteros, provocando un final donde predomina la violencia, el denominado gore y la muerte en toda su extensión.

Hay evidentes lastres en este filme, donde quizás el más destacado sea el tema de la exploración corporal, donde se evidencia mucho fetichismo corporal y una concepción bastante adolescente respecto del mundo sexual masculino gay.

De manera inesperada, la narración salta hacia un día de 1999. Aquí, el espectador es sacudido por una pesadilla y una muerte que no se sabe bien si existe, si es un chiste o si es una mera alusión a tantos y tantos filmes visionados por el realizador, donde el efectismo carece de valor y se pierde la gravedad que predominaba en el conjunto.

Sobrevuela por todo el relato la fascinación declarada de Fuguet por el director Brian De Palma: hay alusiones a sus filmes, a su estilo visual, a sus juegos de ruptura del relato y donde se trata y no siempre se consigue lograr una tensión específica y perturbadora.

Las críticas que ha tenido “Cola de mono” se han concentrado en lo que se reconoce como lo más peligroso del conjunto: la manera en que se visualiza la homosexualidad, sobre todo si se considera que esta película insiste en representar el mundo gay como únicamente promiscuo, culposo y donde los únicos caminos que quedan son la represión (el encierro en el closet) o la muerte, es decir, un imaginario donde la perversión y el terror son sinónimo de lo homosexual. Prejuicio de clase y pesadilla homofóbica, han sido algunos de los epítetos con que se ha tachado este filme.

Así y todo, con sus defectos evidentes y su estridencia visual y temática, “Cola de mono” es importante. Tan solo porque ha retomado la necesidad de exponer sobre la pantalla grande el ser y devenir del mundo gay chileno, tema que sigue siendo una piedra en el zapato para los realizadores nacionales, sobre todo por los prejuicios, temores y limitaciones que existen o se autoimponen los creadores al abordar este universo ineludible.


El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.


 

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