Por: Matías Valenzuela. Abogado. Militante Federación Regionalista Verde Social
El escenario político chileno post-plebiscito ha dejado marcas importantes en los sectores progresistas de nuestro país. Esas marcas se han traducido en frustración e incertidumbre. Por un lado, la posibilidad de consagrar un nuevo orden constitucional que aumente el “margen de maniobra” en la construcción de un camino que permita avances sustantivos en igualdad y libertad, ha quedado bajo el control de quienes históricamente se han negado a los cambios. Por otro lado, el Gobierno de Apruebo Dignidad sufre una derrota electoral que sus adversarios quieren “montar” en el imaginario público como una victoria propia.
Es ese cambio en la correlación -no de fuerzas- sino de ánimos, lo que les ha permitido imponer un campo de batalla que les favorece enormemente, uno centrado en demandas de orden público/seguridad que califican como urgentes. La apelación al orden en este caso, se da en claves conservadoras, quienes menos poder tienen en nuestra sociedad -y por ello la importancia de cambiar la constitución- necesitan que el orden se modifique para tener una oportunidad de cobertura por parte del Estado.
El diseño del conflicto que los conservadores quieren imponer, busca desplazar la posibilidad de una conversación soberana con dimensiones espacio-temporales de largo aliento, estrechando el momento constituyente todavía más, y con el claro propósito de cerrar las puertas a un nuevo pacto social.
Sin duda la Convención Constitucional cometió enormes errores, el más importante fue el haber sido incapaces de traducir jurídicamente la voluntad del pueblo. Lamentablemente el diálogo abierto se centró, al correr de los primeros meses, en los mismos actores que participaron del órgano redactor abandonando la conexión con los sentires del “estallido social”.
Aunado a esto, existió un déficit estratégico relevante -una parte de las actuaciones de los miembros de la Convención Constitucional y de la instancia en su conjunto- permitió la promoción de una campaña de desprestigio y fakenews que sin explicar el resultado del 4 de septiembre, consideramos deben ser elementos de reflexión para el proceso que sí o sí debe reabrirse. Menos extravagancia y más disciplina, menos disensos y más consensos, menos adjetivos y más sustantivos. Debemos centrar la disputa que viene en los significados y no en los significantes para lograr ser una mayoría que dé estabilidad al proceso abierto por la ciudadanía en 2019.
En este momento, la situación que informan distintos medios en Chile es preocupante. La frustración se tradujo en un estado de naufragio por parte de quienes desean una nueva constitución y, en consecuencia, la iniciativa política fue tomada por los conservadores. Han, sin mayores cuestionamientos, logrado hacer hablar al 22% del plebiscito de entrada por el 62% logrado en el de salida. Esa sola operación demuestra la hipertrofia del relato que buscan instalar.
Semana tras semana distintos informes demoscópicos dan cuenta de la complejidad de los resultados, y podríamos decir, de la existencia de “poder constituyente” en la opción rechazo. Al tiempo que, la mayoría de los encuestados consideran que el país va por un mal camino, también tienen la convicción de que es necesario un nuevo texto constitucional. Estos datos, sin embargo, se han transformado en irrelevantes ante el despoblado escenario de propuestas para resetear lo sucedido por parte de las fuerzas de cambio.
Así las cosas, el proceso de negociación abierto post-plebiscito despliega la conversación bajo una ecuación de bajísima intensidad democrática, la información que se conoce da cuenta de límites propuestos por los sectores conservadores que resultan imposibles de aceptar para cualquier demócrata del mundo. Lo que da valor especial a una constitución es la participación popular -precisamente es ese el «elemento» que la distingue con el resto de la producción jurídica- y lo que le otorga legitimidad, sin embargo, desde los “poderes constituidos”, el consenso sería un proceso “acotado”, con “bordes” y “comités de expertos” que contradicen los estándares mínimos de la democracia y de la soberanía que reside en el poder constituyente.
En un contexto complejo se requieren respuestas de enorme valentía. Para quienes estamos comprometidos con la democracia: la clave está en dar la palabra a la gente. Reconstruir la legitimidad del proceso es una cuestión de primer orden y puede lograrse a través de una consulta nacional que acote en preguntas directas las decisiones más importantes, las cuales tendrá que acatar la asamblea constituyente como mandato democrático y deberá llevar esa decisión al texto constitucional.Sí se quiere dotar de “bordes” el proceso para no repetir los errores del anterior, se debe dar la palabra a la gente.
Esto también implica un debate previo al evento de consulta para que en éste se decidan las cuestiones más importantes de cara a la redacción de la nueva constitución. Un plebiscito que pregunte sobre materias como forma de Estado, democracia, participación, derechos y bienes fundamentales, naturaleza, modelo de desarrollo, descentralización y otros que se consideren pertinentes. Sobre la base de esta consulta, debemos desbordar la cartografía política que nos han impuesto y sumar fuerza social a la propuesta.
Es importante re-unir al más diverso mundo de la sociedad civil para no dejar en manos de las elites el proceso. Es necesario volver a rearticular “desde abajo” una plataforma que nos permita reimpulsar elencos y liderazgos para los desafíos en la disputa por la representación popular que se abrirá.
Los demócratas debemos tomar la iniciativa, es el momento.
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