Por: Diego Ancalao G., Presidente de la Fundación Instituto de Desarrollo y Liderazgo Indígena
Si buscáramos en la historia aquellos momentos de cambio paradigmático, probablemente la Revolución Francesa sea el más emblemático, y me parece que entre ese proceso y el que vivimos hoy en Chile hay coincidencias notables.
En aquel tiempo, los soberanos, autoproclamados como descendientes directos de una cierta divinidad, gobernaban con poder absoluto, bajo un régimen monárquico que se veía a sí mismo destinado a administrar el poder total. Esos gobernantes vivían y ostentaban las riquezas y privilegios que la enorme mayoría del pueblo, empobrecido y excluido, jamás podría alcanzar. Se generó el “despotismo ilustrado”, por medio del cual los líderes políticos creían interpretar los intereses y necesidades del pueblo, por supuesto, sin considerar directamente sus opiniones, que eran desechadas a priori.
Ese mismo pueblo empobrecido y excluido se rebela hoy contra el viejo sistema de explotación y opresión, cuyo peor pecado ha sido olvidarse de las personas, para transformarlas en clientes, asalariados y consumidores. Y cuando ese estereotipo se traslada a las relaciones sociales, simplemente se reducen a la transacción de bienes y servicios en un “mercado libre”, en que siempre gana quien ha sido capaz de acumular suficiente poder y dinero.
La verdad es que, a lo largo de la historia, las revoluciones han nacido del corazón del auténtico pueblo. Sin embargo, luego, distintos grupos de intelectuales, académicos, empresarios y políticos intentan descifrar –a su medida– la voz del pueblo. La consecuencia de ello es que la gente, que como siempre sufre la peor parte del esfuerzo de cambio, termina siendo interpretada, finalmente desplazada y no reconocida como el principal agente de ese cambio.
Estas últimas semanas se han escrito cientos de análisis y conclusiones, miles de palabras que, en muchos casos, no dicen nada. El desafío primordial consiste en hacer realidad las transformaciones que se buscan, otorgándoles valor a quienes siguen sacrificando una parte importante de sus vidas en ello. Hablar es fácil, hacer los cambios es lo difícil.
Los partidos políticos, que han sido puestos por la gente al margen de este proceso, extienden con desesperación y en algunos casos con una fingida humildad, una invitación a buscar acuerdos. Piden ser revalidados y que el pueblo vuelva a creer en ellos. Esta verdadera hipocresía, disfrazada de una elegante retórica, vuelve a utilizar la lógica del mercado: “Te vendo un nuevo sueño y tú me compras la ilusión de alcanzarlo”. Pero, con tanto abuso, la gente ha consolidado la desconfianza y surge la legítima idea de que esos líderes no quieren resolver nada, sino más bien seguir protegiendo sus privilegios.
Tanto es así, que ninguna de las iniciativas que se han propuesto, hasta ahora, toca los intereses económicos del 1% dueño de Chile. Toda la carga, como siempre, se traspasa al mismo pueblo que pide salir de la exclusión. Y todo eso ocurre mientras el Presidente de la República aumenta sus riquezas y probablemente ampara su dinero en paraísos fiscales. Una vez más, la porfiada realidad nos demuestra que dinero y política viven una relación incestuosa.
Y aquí tenemos un problema de fondo, pues quien conduce el país encarna todos los males que la sociedad está denunciando en las calles: la avaricia en su máxima expresión, la búsqueda de utilidad económica por sobre cualquier otra cosa, mentir patológicamente para ocultar violaciones de los Derechos Humanos, la incapacidad de evitar utilizar recursos del Estado para beneficiar a sus hijos, la irresistible tentación de torcer la ley para no pagar los impuestos, como lo sucedido con las contribuciones de su casa en Caburgua.
Por lo tanto, esto no es solamente la crisis de un modelo, sino también de la dignidad de la Presidencia, del desplome del sistema democrático y la destrucción de la fe pública, por romper la regla máxima, es decir, que la ley sea la misma para todos. Esta forma de gobernar, de espaldas a la gente, es la que caracteriza a los partidos políticos.
En efecto, el pacto por la paz, consiste en no resolver las demandas ciudadanas, sino más bien judicializar la protesta social y crear instancias para que cambie la Constitución, pero sin el pueblo. De hecho, la sola iniciativa, que se elijan representantes por distrito, permite que solamente gane el representante de partidos políticos con apoyo económico, que, además, tendrá como jefe de campaña a los diputados de ese distrito. Eliminando, así, la posibilidad de que un dirigente social pueda acceder al espacio deliberativo.
Debido a ello es que se ha zigzagueado tanto en el Congreso para aprobar las normas sobre independientes, paridad de género y pueblos originarios que posibiliten una construcción igualitaria de la nueva Constitución. Más allá de la misoginia y el racismo que padece la casta política, un grupo de políticos ciegos pretende dejar a los pueblos indígenas fuera, porque reconocer nuestros derechos choca inevitablemente con los intereses económicos del empresariado.
Hay que reconocer el éxito que ha tenido esa casta política agonizante, manipulando el conflicto y dejando al margen todos los temas reclamados por el pueblo. Frente a este secuestro flagrante, no es posible permanecer en silencio, avanzamos más allá de la suave consigna, pues estamos conscientes de la historia que estamos escribiendo, con la plena convicción de que si no empujamos en la dirección correcta, el tiempo borrará este momento crucial en que pudimos cambiar el curso del destino.
Como mapuche, estamos determinados a liderar el largo camino de la protesta y la desobediencia, porque trabajamos por la salud de nuestra ñuke mapu (madre tierra). Y estamos en el camino de la fraternidad y solidaridad que conduce más allá de la raza y nuestro bienestar personal. Estamos llamados a hablar en nombre de los marginados, indefensos y sin voz. Ha surgido la necesidad de unirnos frente a los poderosos que nos han declarado la guerra.
Quizás la tarea más difícil es hablar de nuestros objetivos políticos. Sin embargo, estoy convencido de que si vamos a seguir adelante, debemos sustentarnos en una revolución de valores, para comenzar el cambio de una sociedad “orientada” por el mero afán de lucro, donde los derechos de propiedad son considerados más importantes que las vidas de las personas. No queremos las limosnas de quienes arrojan una moneda, creyendo que de este modo expían sus pecados. Aspiramos a una vida digna, al kume mongen, y eso supone otros códigos de conducta. Una verdadera revolución de valores no puede tolerar ese enorme contraste entre la pobreza y la riqueza extremas. Debemos pasar de la indecisión a la acción. La elección es nuestra. A quienes actuamos en conciencia, no nos queda otra opción.
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.