Por: Francisco Javier Caballero H. Presidente de la Red Latinoamericana de Post Grados de la Universidad del País Vasco. Abogado. Dr. en Derecho
Siempre se ha dicho, yo no lo he vivido, que en el epicentro de las guerras, en el fragor de las batallas, entre el silbido de las balas que se cruzan asesinando, el ruido de los morteros que estallan matando…, uno se abandona en manos del instinto, de ese mecanismo animal que, desde la profundidad de lo irracional, vela por nuestra existencia. Se dice que, en esos momentos, uno no piensa en nada o en casi nada. Y lo poco que piensa, cuando piensa, es: ¿qué será de mí cuando esto pase?, ¿cómo será el día después?
Hasta ahora, todas las guerras eran iguales. En todas ellas se mata, en todas afloran los instintos más básicos y deleznables del ser humano y, también, por qué no, a veces en algunas, aparecen, como salidos de la simplicidad del alma, los más bellos gestos de humanidad: el arma que deja de apuntar ante la mirada pavorosa de quien espera, de un momento a otro, el disparo, la muerte; la mano de tu enemigo que se extiende hacia la tuya y ofreciéndote la huida…
Estas excepciones, son acciones que, desde que el mundo es mundo, nos han hecho, una y otra vez, creer en la esperanza de que el mundo podría cambiar, de que este planeta alguna vez cambiará, de que se impondrá lo bueno que hay en el ser humano. Pero una, otra vez y…, siempre, los instintos más perversos, sobre los que se asientan el deseo desordenado de poder y la ambición desatada de gloria, han prevalecido. Las conductas egoístas de los individuos han acabado marcando el rumbo de las sociedades porque los ganadores, de manera más o menos incivilizada/civilizada, han impuesto su ley sobre los derrotados.
Desde que, en la segunda semana de marzo, el presidente francés Emmanuel Macron, pronunció las palabras “estamos en guerra” apuntando como enemigo a la COVID-19 y los mandatarios internacionales hicieron suya la declaración, hemos podido comprobar que se trata de una guerra diferente, de una contienda en silencio, de una disputa bélica peculiar.
Y es que, a diferencia de las guerras de siempre, en las que lo irracional vence a lo racional, en la guerra de la COVID-19, el instinto animal de supervivencia no ha cegado la razón (solo ha convivido con ella). Obedecemos racionalmente a los que creemos que saben; nos hemos enclaustrado con consciencia del peligro en nuestras casas; hemos guardado con prudencia las distancias recomendadas; no nos hemos expuesto, lo digo con tristeza, a que el vecino nos delatase; hemos tratado cívicamente de llevar protecciones… Dado que no hay balas, no hay morteros, tampoco bombas y menos trincheras cavadas en la tierra, durante el tiempo que está durando esta contienda hemos tenido tiempo para pensar y, además, cosa inhabitual en estos tiempos, para hacerlo en silencio.
Nos hemos podido dar cuenta de que, a pesar de ser una guerra distinta a todas las precedentes, también existen trincheras. Pero a diferencia de las defensas tradicionales que son trincheras de muerte en las que, en nombre de Dios, la Nación, un monarca, la libertad… y no sé cuántas cosas más, uno se protege para matar al enemigo, estas, son trincheras de vida.
En ellas no se lucha para la muerte sino contra la muerte. En ellas no se grita ¡viva la muerte! En ellas se batalla por y para la vida. No son defensas construidas aprovechando la orografía y buscando la ventaja posicional sobre el enemigo, ocupadas por soldados armados convenientemente para la ocasión y vestidos con trajes de camuflaje. Son trincheras “construidas” en el interior de clínicas, hospitales, centros sanitarios, dispensarios médicos, recintos de todo tipo acondicionados médicamente para la coyuntura… donde las batas blancas, las mascarillas, los guantes profilácticos, los fonendoscopios, los termómetros, los fármacos, la asepsia… constituyen el camuflaje de guerra y el armamento para vencer, aquí y ahora, a la muerte.
Para luchar contra un enemigo al que no se ve, no se le conoce y, sin embargo, está por todos los lados; un enemigo que no dispara pero que mata, y que mata sin otro fin que extirpar, simplemente, la vida, un enemigo que no trata de implantar una fe, ni conquistar territorios para ampliar un reino, ni restaurar un monarca… De ahí que en estas trincheras donde se lucha a ciegas ensayando terapias, comparando protocolos, investigando, experimentando, identificándose con el enfermo, solidarizándose con el que sufre, a veces sintiendo la impotencia, llorando el infortunio y tratando, por encima de todo, de sanar.
Esas trincheras no cavadas en el suelo han sido testigos de una gran muestra de amor colectivo. De eso que, en las guerras tradicionales, constituía la excepción y resultaba un buen guion cinematográfico para pasar un rato agradable y recordarnos que aún existen los buenos sentimientos. En esa trinchera ocupada por todo el staff sanitario, situada a caballo entre lo finito y lo infinito, ¡solo se ha batallado por la vida!
¡Enorme ironía, batallar por la vida! Quizás no resulte tan extraño a nivel individual porque cada uno, a su modo, lo hace a diario. Pero a nivel colectivo y con el rango de guerra resulta algo insólito. A lo largo de la historia, el hombre se ha ido preparado, cada vez con mayor sofisticación, en la medida que evoluciona la técnica, para las guerras que destruyen vidas. Esas guerras en las que la obediencia ciega, el coraje viril, la entrega total y el honor, desde Alejandro Magno hasta la actualidad, han tenido la consideración de virtudes humanas sublimes.
Es por ello por lo que la humanidad ha dedicado ingentes sumas de dinero para equipar sus ejércitos que, más allá de la disuasión mediante el alarde de su potencia armamentística, tenían como fin último la victoria sobre el enemigo a través de la producción de la mayor cantidad de bajas o la aniquilación. Las guerras para salvar vidas nunca estuvieron en la agenda de los humanos.
El imaginario colectivo del modelo social que durante siglos y siglos hemos venido desarrollando está basado en la destrucción. Sin ánimo de dar una visión escatológica, solo real, en la exaltación de valores que, en última instancia, llevan a la muerte. A la vista, a mi modo de ver, de esa evidente deriva, ¿ha llegado el momento de someter a revisión nuestro errático modelo social? Si así fuera, ¿por qué no empezamos por hacer un par de preguntas sencillas referentes al imaginario colectivo?
Preguntas como las siguientes: ¿soy partidario de una cultura de la destrucción en la que, individual, colectiva y planetariamente, vivo/vivimos cómoda y despreocupadamente o, por el contrario, desearía ser partícipe de una sociedad cuya conciencia colectiva se forjase rindiendo, de verdad, culto a los valores que sustentan la vida? ¿Deseo conservar un mundo en el que los valores prioritarios sean la obediencia ciega, el coraje viril, la entrega total y el honor, o un planeta (como se desprende de la conducta ejemplar que, con ocasión de la COVID-19, ha tenido el mundo sanitario en general) cuyo sistema axiológico tenga como pilares básicos la igualdad en la complementariedad feminidad/masculinidad, la sensibilidad, la benevolencia, la empatía con el otro, la solidaridad, la ética laica y la conciencia de pertenencia a la animalidad/humanidad?
Más allá de creer que la COVID-19 va a producir por sí mismo un efecto similar al que produjo la visión y la posterior caída del caballo de Saulo, camino de Damasco, de la respuesta que dé/demos a estas elementales preguntas dependerá que merezca la pena o no que siga/sigamos planteando cuestiones cada vez más complejas. Nada, nada cambiará si no intentamos comenzar por ir poco a poco, lentamente, revisando nuestra forma de entender el mundo y la vida. Solo así pueden cambiar las cosas. Solo así cabe que siga/sigamos creyendo en la esperanza, que un mundo mejor es posible y empezar a construir… el día después.
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