Por: Alejandro Godoy. Autor del libro “Emprendimiento: Demoliendo Mitos”
Atendiendo legítimamente el argumento que las causas que dieron origen a la Revolución Francesa (1789) son, además de amplias, variadas y complejas, hay tres elementos que avivaron su llama que vale la pena desatacar y, por supuesto, llevar al contexto de lo que hemos estado viviendo en nuestro país en las últimas dos semanas.
- Un alza en el precio del pan. La caída en la producción agrícola en 1788 derivó en una escasez del grano, lo que produjo un aumento sostenido en el costo de este vital alimento al año siguiente.
- Un rey que vivía en su palacio dorado (Versalles) completamente alejado de la realidad y condiciones de vida de sus súbditos, rodeado de una corte de nobles ultraconservadores que solo vieron en las demandas populares que se empezaban a alzar, la oportunidad de actuar con mano firme y convocar los regimientos a la ciudad.
- La displicencia y soberbia de una nobleza que ante el reclamo popular por pan (medio mínimo de subsistencia) respondió en la boca de Maria Antonieta “Si no tienen pan, que coman pasteles”.
¡Ay, esta historia! Que no ceja en presentarse cíclicamente, haciendo de los hechos pasados realidades presentes y nosotros, los seres humanos que insistimos en no querer aprender de ella.
La analogía es obvia y no creo que valga la pena extenderse sobre ella. Lo que realmente considero urgente destacar de los tres hechos antes señalados fue su resultado: Una revolución (probablemente una de las más trascendentes en la historia de la humanidad y desde ya, la que dio origen a una serie de valores que han dado forma a nuestra era).
Una revolución
La R.A.E. define esta palabra como un cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional.
Por si usted no se había dado cuenta, esto es lo que hoy acontece en nuestro país. Una revolución.
Uno de los elementos que da cuenta de la tremenda incapacidad de comprender lo que está ocurriendo por parte de nuestra elite política y empresarial, abonada por los medios de comunicación y todos aquellos militantes del Partido del Orden, es su permanente lectura de este fenómeno desde la perspectiva de un desencuentro de intereses entre dos partes. Es decir, replicando los códigos de los 90′ y apostando a que esto se resuelve con acuerdos y cocinas. Realizados, por su puesto, entre cuatro paredes y por los mismos de siempre. Señores, aunque parezca obvio, ninguna revolución se hace por la vía de los consensos.
El tema, claro está, es que la imagen y forma que la mayoría de aquellos que ya pasamos los 40 años tenemos sobre una revolución es la idea de unos tipos barbudos con armas, que vestidos de verde olivo avanzan por una sierra o selva, esperando llegar a tomarse las grandes ciudades. Una revolución con fusiles, lógicas militares y el enfrentamiento de dos bandos claramente identificados. Uno, con la institucionalidad vigente (la que se busca derrocar) y otro, con los intereses y banderas de quienes aspiran a imponer las transformaciones.
Bueno, lo que ocurre es que las revoluciones de hoy ya no son como las del siglo pasado. Especialmente en sociedades capitalistas, abiertas al mundo y donde las luchas no se dan necesariamente contra un Estado que oprime en la miseria a sus conciudadanos.
No. En el Chile actual, la revolución se hace entre muchos bandos, a veces enfrentados entre sí y en ocasiones, unidos contra otros. En medio de Starbucks vendiendo té verde y caramel macchiatos, malls con sus puertas abiertas recibiendo clientes embriagados en historias de escasez y desabastecimiento y taxistas de aplicaciones trasladando manifestantes desde sus acomodadas casas en el barrio alto hacia las protestas o marchas en un centro de la ciudad que hasta entonces, les era totalmente desconocido.
Pero fundamentalmente, la revolución de hoy día se hace tanto en las calles, como en las redes.
Se hace desde las redes de los narcisistas opinantes (Twitter) hasta la red de los cesantes y narcisistas ilustrados que opinan bien poco (LinkedIn). Desde las redes de los adolescentes de 15 a 45 años (Instagram), hasta la red de la tercera edad y emprendedores (Facebook).
Se hace funando a los personajes indeseables, algunos de los cuales, torpemente, intentan defenderse. Personajes que representan en sí mismos, todo lo que la sociedad manifestante aspira a que cambie.
Se hace (como siempre) desinformando -en el más venial de los casos- y/o derechamente mintiendo (como nunca), creando noticias falsas, twits falsos, perfiles falsos, audios de WhatsApp falsos, etcétera.
Se hace creando consignas (como siempre) que se esparcen con una velocidad increíble (como nunca).
Se hace repitiendo irreflexivamente dichas consignas (como siempre) las que buscan validarse mediante estadísticas inverosímiles basadas en el sesgo de confirmación tan propio de todas las redes sociales (como nunca).
Se hace con llamados a la Paz que, sospechosamente, se parecen demasiado a los llamados por el Orden. Un orden que no es más que el actual, a la expectativa que nunca cambie.
Se hace con llamados ficticios a marchas ficticias, organizadas por entidades ficticias que responden a intereses bastante reales.
Se hace con Pickachus virales bailando por la Alameda y carteles que más que desplegar consignas, buscan reafirmar el ingenio de sus creadores y, por su puesto, alcanzar miles de likes en las redes sociales
La revolución del siglo XXI es como la que estamos viviendo. Ya no se hace ni con fusiles ni con boinas (tampoco con empanadas y vino tinto), sino con celulares y memes.
¡Ah! Un último y quizás trivial antecedente histórico. Durante la Revolución Francesa, no solo se incendió la cárcel de la Bastilla, sino que también fue vandalizada la catedral de Notre Dame. Obviamente, al tiempo, fue reparada.
Esto es una revolución. Bienvenid@s.
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