Por: Cristóbal Caviedes. PhD in Law, Queen’s University. Profesor de derecho constitucional, Escuela de Derecho, sede Antofagasta. Universidad Católica del Norte
A pesar de las alarmas generadas últimamente sobre el trabajo de la Convención Constitucional, las normas aprobadas por el Pleno respecto a la forma del Estado chileno avanzan en la dirección correcta. Hace rato que había que acabar con la idea de que somos un país étnica y culturalmente homogéneo cuando no es el caso. También era necesario mostrar un compromiso mucho mayor con las regiones del país que el que habíamos tenido a nivel constitucional, cosa que las normas aprobadas logran.
Dicho esto, el nuevo diseño constitucional debe lidiar con el hecho de que el país ya es centralizado. Por tanto, el dilema principal es cómo descentralizar generando la menor cantidad de conflictos y descoordinaciones posibles entre el Estado central, las regiones y las comunas. Sobre todo, debe evitarse la “duplicación de funciones”. Es decir, que las regiones y las comunas hagan lo mismo que el Estado central, pues esto despilfarra recursos públicos y genera conflictos entre los distintos niveles estatales.
Modelos de descentralización
En general, hay dos grandes modelos de descentralización: el modelo “de arriba a abajo”, aplicado en países como Francia, Japón, Nueva Zelanda y el Reino Unido; y el modelo “de abajo a arriba”, aplicado en España e Italia. En el primer modelo, la iniciativa descentralizadora viene principalmente del Estado central, el que transfiere poderes a las regiones por medio de la constitución y las leyes. En el segundo modelo, la iniciativa descentralizadora viene principalmente de las regiones, las que pueden atribuirse poderes que antes tenía el Estado central a través de sus estatutos y de otras normas dictadas en la región. En ambos modelos, la constitución o la ley usualmente regulan la entrega de recursos desde el Estado central a las regiones y comunas, así como también permiten a estas últimas cobrar algunos impuestos y endeudarse bajo ciertas condiciones.
Tanto en las normas aprobadas como en las rechazadas por el Pleno de la Convención se nota un intento de implantar en Chile el modelo de descentralización de abajo a arriba. Esto explica que las normas rechazadas señalen que las regiones pueden dictar estatutos para organizarse internamente; y que las regiones tengan asambleas representativas capaces de dictar leyes dentro del territorio regional, a la par con las leyes que apruebe el parlamento. Probablemente, la opción por el modelo de abajo a arriba se debe a la nula voluntad política que tanto la dictadura como la democracia demostraron para descentralizar. Por tanto, intuyo que parte importante de la Convención estima que, sin un modelo de abajo a arriba, la descentralización no ocurrirá jamás.
Tal como ocurrió en España, un modelo de abajo a arriba puede encender la chispa descentralizadora que Chile necesita. Pero este modelo no está exento de desafíos. Sobre todo, por su propio carácter, la descentralización de abajo a arriba genera serios riesgos de duplicación de competencias y sobre-endeudamiento de las regiones y comunas. Así, la Convención cometería una torpeza mayúscula si no considera los problemas causados durante la descentralización española; país que —al igual que Italia— tiene una alta desigualdad socio-económica entre regiones ricas y pobres. Y que ha sufrido fuertes crisis económicas en gran parte producidas por la irresponsabilidad de sus comunidades autonómicas en el manejo de sus recursos. En este sentido, la descentralización de arriba a abajo propuesta por la Convención tiene al menos cuatro puntos ciegos.
Desafíos
Para empezar, ni las normas aprobadas ni las rechazadas por el Pleno establecen qué poderes son exclusivos del Estado central. Vale decir, estas normas no indican las cosas que sólo el Estado central puede hacer, tales como defender el territorio y el maritorio frente a amenazas externas; regular los pesos y medidas; administrar el sistema cambiario y monetario; controlar armas y explosivos; etc. Esta norma existe tanto en países federales (p.ej., Alemania, Canadá, etc.) como en países altamente descentralizados, incluidos España e Italia. Sin esta norma, las regiones podrían eventualmente darse poderes que son esenciales a un Estado, por lo que podrían crear Fuerzas Armadas distintas, legislar sobre pesos y medidas distintos, establecer monedas distintas, etc. Ergo, la falta de esta norma atiza todos los miedos de que el modelo de descentralización propuesto por la Convención genere la desmembración de Chile.
En segundo lugar, las normas rechazadas por el Pleno establecen que los estatutos sólo deben ser aprobados por la asamblea regional respectiva para convertirse en ley dentro de la región, sin que se requiera además de la aprobación del parlamento. Esto puede generar descoordinaciones serias. Si existe un instrumento por el cual las regiones se atribuyen competencias, ese instrumento es el estatuto regional. Por ende, si este estatuto no tiene aprobación parlamentaria, el Estado central tendrá pocas posibilidades de negociar y entregar información sobre qué poderes y recursos puede entregar; cómo entregarlos; y en qué plazo entregarlos. De hecho, para evitar este tipo de descoordinaciones, en España e Italia, los estatutos regionales siempre requieren aprobación parlamentaria.
Ahora bien, es entendible que en Chile haya reticencias a que el parlamento apruebe los estatutos regionales, pues aquí opera nuevamente la sospecha de que el país nunca se descentralizará. Pues bien —y siempre y cuando el nuevo parlamento sea bicameral a-simétrico— una forma de mitigar este riesgo es establecer que los estatutos regionales (así como también cualquier proyecto de ley sobre la organización territorial de Chile) sean de las pocas leyes que requieran la aprobación de la Cámara Territorial, Consejo Territorial o Senado para convertirse en ley. De este modo, se asegura la protección de los intereses regionales mientras al mismo tiempo se establecen vasos comunicantes entre ellas y el Estado central.
En tercer lugar, ni las normas aprobadas ni las rechazadas por el Pleno establecen límites estrictos al endeudamiento regional y municipal; tan sólo señalan que las regiones y comunas deben actuar con “suficiencia presupuestaria”. Esto es demasiado vago e insuficiente para acallar los temores de que —bajo el modelo de descentralización propuesto por la Convención—, las regiones podrían terminar generando crisis de deuda similares a las de Argentina, Brasil y España entre otros países. Este problema puede afrontarse estableciendo límites al endeudamiento regional y comunal similares a los propuestos por la Comisión Asesora Presidencial para la Descentralización (convocada durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet); y similares a los que la Unión Europea le exigió a España, los que se encuentran en el art. 135 de la Constitución Española.
Finalmente, los artículos rechazados por el Pleno establecen que los ministerios y servicios públicos que operen en la región serán administrados por el Gobierno Regional. Pero estos órganos no dependen del Gobierno Regional, dependen del Estado central. Por tanto, bajo los artículos rechazados, estos órganos terminan sirviendo a dos señores: el presidente de la República y el gobernador regional respectivo. Cierto, en la práctica, esto no es problemático si el presidente y el gobernador pertenecen al mismo sector político, pero, ¿qué ocurre si este no es el caso y hay conflictos insalvables entre estas autoridades? ¿A quién tienen que responder estos órganos? ¿Las órdenes de quién deben seguir?
Actualmente, es claro que instituciones como la PDI, las Seremi de Salud y los Serviu deben sujetarse a las instrucciones del Estado central a través de los ministerios del Interior, Salud y Vivienda y Urbanismo, respectivamente. Sin embargo, si estos órganos pasan a depender del Gobierno Regional, esta cadena de mando deja de ser clara, lo que diluye responsabilidades y dificulta la implementación efectiva de políticas públicas.
Para evitar este problema, conviene establecer que los ministerios y servicios que operen en la región sigan dependiendo del Estado central. Pero a medida que las regiones asuman nuevos poderes, estos ministerios y servicios deberían paulatinamente reducir sus actividades en ellas al mínimo indispensable. De hecho, la reforma constitucional que permitió la elección directa de gobernadores regionales sigue esta lógica, pues esta reforma no eliminó la figura del intendente, sino que la rebautizó con el nombre de “delegado presidencial”. Algo similar ocurre en Francia, donde los servicios que dependen directamente del Estado central —especialmente los relativos a orden y seguridad pública— son prestados en las regiones a través de prefecturas que representan al Estado central en cada región; y que operan en paralelo con las autoridades regionales democráticamente electas.
Diseñado e implementado correctamente, el modelo de descentralización de abajo a arriba propuesto por la Convención es una oportunidad histórica para efectivamente repartir poder fuera de Santiago. Pero ya que este es un modelo que no hemos aplicado antes, la probabilidad de que el paso del Estado unitario al regional sea accidentado —y de que en definitiva muchas cosas salgan mal— es grande.
La descentralización siempre es desafiante, pero hay mejores y peores formas de hacerla. Por el bien de las regiones, espero que, basándose en la experiencia de otros procesos descentralizadores, la Convención apruebe normas constitucionales definitivas que permitan que nuestra descentralización fluya de la manera más coordinada y fiscalmente responsable posible.
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