Por: Gonzalo Martner F. Economista y académico de la Universidad de Santiago de Chile (USACH)
Aunque estos no son tiempos de optimismo, la pandemia de Covid-19 obliga a repensar las prioridades que presiden la organización de la vida colectiva, lo que ya venía en proceso de creciente cuestionamiento en Chile con el hito de gran envergadura histórica de la rebelión social de octubre-diciembre de 2019.
¿Qué se puede pensar sobre el futuro, además de lograr a la brevedad una nueva institucionalidad que nazca de la soberanía popular y consagre un cambio en las formas de gobierno hacia una democracia eficaz, descentralizada, proba, basada en un verdadero Estado de derecho al servicio de la mayoría?
¿Por qué no pensar en una nueva economía moderna y compleja orientada al bienestar equitativo y sostenible, en vez del modelo de producción depredadora de los seres humanos y de la naturaleza, de consumo desenfrenado y de inequidad estructural de orden productivo, social y de género que muestra ya un agotamiento irremediable?
Esto supone avanzar a una estrategia de reconversión productiva y de crecimiento-decrecimiento. ¿Qué es eso, se preguntarán?
Se trata de una estrategia que debe incluir un gran crecimiento de la producción de alimentos saludables, de las energías renovables, de los objetos reparables, de larga duración y de bajo consumo de energía, de los servicios a las personas y de los servicios a la producción innovadora y compatible con la resiliencia de los ecosistemas. Y que debe incentivar el decrecimiento liso y llano de la energía basada en hidrocarburos, de la alimentación industrial no saludable, de la producción con obsolescencia programada, del sobre-endeudamiento que sobrecarga el presupuesto de los hogares con intereses sobre intereses y de finanzas que lesionan a las empresas productivas, junto a servicios básicos entregados con rentabilidades monopólicas que no tienen justificación alguna y alimentan la concentración económica.
Se trata de dejar de medir la actividad con un PIB por habitante que no considera el bienestar, la distribución y la sostenibilidad social y ambiental, y cuyo monto no deberá ser lo importante per se, sino su capacidad de sostener un bienestar equitativo y resiliente a lo largo del tiempo.
Deberá existir un sector de alta productividad articulado con las grandes cadenas globales, de minería o no, pero con plena captación nacional de las rentas y utilizando tecnología verde de punta, que contribuya a sostener las formas sociales de producción, empleo y subsistencia, la cobertura de riesgos sociales y las inversiones verdes que la reconversión necesitará en gran volumen.
Los instrumentos deberán ser tarifarios, tributarios, financieros y reglamentarios, con formas mixtas de propiedad, con mercados regulados y también con una amplia prestación pública de bienes y servicios al margen del mercado.
Y con cadenas territoriales de abastecimientos básicos con alta capacidad de integración social y de respuesta sanitaria en los territorios, junto a ciudades eco-productivas, con transporte público de calidad y amplio espacio para el teletrabajo y la educación digital.
Y con una economía que no discrimine por género ni origen social o nacional y un cuidado infantil y de los adultos mayores que saque a las mujeres de la sobrecarga inequitativa actual mediante amplias redes sociales de cuidado en cada territorio.
Y con una educación que prepare con rigor a cada cual para desarrollar libremente sus proyectos de vida y promueva los valores básicos que la sociedad decida democráticamente compartir.
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