Por: Manuel Baquedano M. Fundador y Presidente del Instituto de Ecología Política
Los hechos ambientales vinculados a la degradación de los ecosistemas y al cambio climático siguen desarrollándose implacablemente a pesar de la pandemia. No podía ser de otra forma pues la pandemia misma es consecuencia de la crisis ambiental y climática.
Probablemente la magnitud de los cambios que produjo la pandemia en nuestras vidas nos alejó del conocimiento y de la preocupación por la crisis climática. Sin embargo, durante este tiempo la crisis no dejó de agravarse a pesar de que el sentido común nos indica que el confinamiento de gran parte de la población del planeta podría haber significado alguna mejora en las condiciones ambientales como ciudades con aire más limpio o animales salvajes incursionando por las calles.
Pero en materia climática el sentido común no es igual al buen sentido. Un informe de la ONU y de organizaciones científicas realizado en el mes de de agosto advierte que “Las emisiones de CO2 se dirigen a niveles previos a la pandemia” y seguramente terminarán por ser iguales o por superar a las de 2019.
Si observamos el vaso a medio llenar, podríamos considerar sólo la parte con líquido y nuestra visión sería optimista; también podríamos ver sólo la parte vacía y estaríamos frente a una mirada pesimista. Sin embargo, desde una perspectiva científica y con el objetivo de acercarnos a la verdad, necesitamos ser capaces de ver el vaso en su conjunto para saber cuál es la tendencia que predomina, es decir, si el vaso está llenándose o si –al contrario- está quedándose vacío.
Desde el punto de vista científico está conformándose una gran mayoría que piensa que el cambio climático ya no puede evitarse y que el problema que tiene la elite es que no sabe cómo comunicárselo a la población. Más aún cuando crece también la opinión que sostiene que el cambio climático está ya muy avanzado y que ni siquiera se puede frenar en el corto o mediano plazo.
La meta fijada por la comunidad internacional en el Acuerdo de París para controlar la temperatura en dos grados para el 2100 es imposible de cumplir. Somos muchos los que lo venimos sosteniendo desde hace tiempo y recién ahora comienza a admitirlo la ONU y la comunidad científica internacional. ¿Esto sucede porque los fenómenos climáticos están adelantándose a los tiempos previstos por los científicos? No; lo que ocurre es que lo propios científicos hicieron sus predicciones trabajando con modelos simuladores climáticos muy conservadores que eran los únicos que aceptaban los gobiernos.
Al igual que con la pandemia, la ecología política analiza los desastres naturales junto con las capacidades que tienen los seres humanos para enfrentarlos. Como dice la académica Fiacha Heneghan, “Este es el problema más importante que enfrenta la comunidad de terrícolas preocupados por el clima. Sabemos lo que está pasando, sabemos qué hacer; la pregunta que queda es cómo convencernos de hacerlo”. Francamente no existe solución dentro del actual modelo de desarrollo vigente pues la única alternativa que existe incomoda de sobremanera a la elite dominante ya que implica cambiar radicalmente la forma de vivir y el sistema económico que la sustenta.
Creemos que llegó el momento de colocar límites al “optimismo” porque de no cumplirse sus predicciones y anhelos las personas podrían entrar en una profunda decepción y optar por soluciones de última hora, autoritarias y ecofacistas.
La respuesta optimista, como dice Fiacha Heneghan, “Cree que lo más importante en nuestras mentes debería ser la estricta posibilidad de superar el desafío que tenemos por delante. Sí, también es posible que fallemos. ¿Pero por qué pensar en eso? Dudar es arriesgarse a una profecía autocumplida”. En otras palabras, la fe crea su propia verificación y la duda solo haría que se perdiera el optimismo.
Esta visión “optimista” del cambio climático está trayendo consecuencias catastróficas para las poblaciones y territorios afectados por desastres cada vez menos “naturales” al terminar proponiendo sólo medidas que no atentan contra el orden económico, social y político vigente y que, por lo tanto, quedan a medio camino sin solucionar el problema de fondo.
En este contexto, hablar de una Constitución Ecológica o Constitución Verde para Chile, como lo está haciendo un sector importante del ambientalismo chileno, no es una actitud responsable pues mas allá de ser una aspiración que todos compartimos, sabemos que una Constitución con esas características supondría necesariamente un cambio radical en el modelo de desarrollo vigente y no estamos seguros de que la mayoría de los chilenos lo deseen, por lo menos, en esta oportunidad.
Algo parecido pasa con los incendios forestales. Año tras años los incendios van tomando en Chile un carácter catastrófico. Ya no se puede negar que hemos entrados en la época de los megaincendios que tienen su causa principal en la crisis climática. Esto es así porque las olas de calor encuentran terrenos secos -producto de sequías duraderas- que se transforman, al mismo tiempo, en gestores de tormentas eléctricas que se retroalimentan provocando en pocos minutos tormentas de fuego imposibles de controlar. Esto es lo que estuvo ocurriendo este año en Australia y ahora lo presenciamos en Estados Unidos. ¿Cuál podría ser el próximo lugar que se enfrente a estos eventos? “Chile”, dicen los especialistas en una carta firmada por más de cien científicos y organizaciones nacionales preocupadas por el tema.
Cuando las tormentas eléctricas, convertidas en tormentas de fuego, se transformen en la primera causa de los megaincendios ya no será posible culpar a un ser humano por su origen intencional. Entonces resultará inútil y poco creíble andar buscando incendiarios cuando se trata de un fenómeno que nosotros mismo causamos al impulsar el cambio climático.
Los acontecimientos extremos en materia climática están teniendo lugar de forma mucho más rápida de lo que la elite está dispuesta a admitir. Lo verdaderamente responsable sería comunicárselo a la ciudadanía ya que lamentablemente un 90 por ciento lo ignora o bien, por este optimismo sin límite, no quiere considerar este tipo de mensaje por considerarlos “pesimistas”.
Creemos que resulta preferible arriesgarse a ser catalogado de “alarmista” o “apocalíptico” antes de que nuestros hijos y nietos nos interpelen amargamente y nos reprochen que, sabiendo nosotros lo que podía pasar, no se los advertimos con convicción y no los preparamos a tiempo para enfrentar este lúgubre escenario.
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