Por: Juan Huenulao. Director Ejecutivo de la Fundación para el Desarrollo Trafkintún y Secretario de la Corporación de Investigaciones Sociales (CISO). Ex Jefe de Asuntos Indígenas de la CONADI
La emergencia pública de diversos actores sociales y movimientos ciudadanos ha impulsado que —desde hace al menos una década— el Estado chileno haya reorientado el foco de sus políticas hacia la cuestión del bienestar social. Tal noción de bienestar, como no podía ser de otro modo en nuestro marco actual, ha sido abordada desde una perspectiva ideológica neoliberal. Esta aproximación implica la puesta en el centro de preocupaciones vinculadas con el desarrollo y crecimiento económico del país.
El problema surge cuando aquella idea de bienestar, motorizada en pos de justificar únicamente desarrollo y crecimiento económico, se revela como meramente material. Las consecuencias de esta visión particular del bienestar social entendido como bienestar material pueden ser múltiples, pero específicamente es una la que nos plantea el desafío mayor: el impacto medioambiental.
Desde hace más de un siglo, la industria y el conocimiento técnico han permitido incrementar los niveles de bienestar material, sin que ello haya llevado a tomar medidas serias frente al deterioro medioambiental que iba suscitándose colateralmente. Se trata ciertamente de una paradoja, toda vez que donde los Estados y la iniciativa privada han creido ver el camino para alcanzar mayores niveles de bienestar —desarrollo y crecimiento económico—, también se ocultaba un camino que atentaría contra el mismo fin deseado.
La cuestión del bienestar social ha sido abordada en el pasado, en el marco de la cosmovisión indígena, de un modo distinto. El ideario propio de algunos de los pueblos australes que han habitado el actual territorio de Chile desde tiempos precolombinos —particularmente el pueblo mapuche— amplía la noción de bienestar social a una concepción dual, material-espiritual, evitando aquellos efectos contraproducentes que a la fecha ha manifestado su consideración meramente material.
La caracterización que del ser humano tenían estos pueblos ilustra una entidad que requiere y demanda ambas dimensiones del bienestar social. Asegurarlo implicaba directamente la responsabilidad de la comunidad respecto del medio ambiente, lo que exigía cierta racionalidad de parte de todos sus integrantes a la hora de hacer uso de los recursos naturales.
Esta concepción conjunta del bienestar social como una dualidad material-espiritual no dejaba dudas a la comunidad sobre el carácter vital que implicaba el cuidado de su entorno, revistiéndolo de un velo sagrado que aseguraba una conciencia espiritual común por el medio habitado. Podemos pensarlo a la manera de un mecanismo social de resguardo: mientras que el hábitat brinda sustento para la satisfacción del bienestar material del ser humano, el cultivo del bienestar espiritual vincula a hombres y mujeres con una naturaleza deificada.
El cuidado de este vínculo espiritual, a su vez, abre las puertas para el cuidado del medio ambiente habitado, generándose así un círculo virtuoso que permite la subsistencia del hábitat en pos de garantizar, nuevamente, el bienestar material.
La cosmovisión mapuche asocia cada recurso natural a una deidad o figura sagrada —con lo cual, nuevamente, el cuidado de cada elemento pasa a ser un cuidado de lo sagrado—. Procurar el bienestar material sin resguardo del bienestar espiritual, en este sentido, conduce al inevitable agotamiento del medio ambiente y sus recursos, con lo cual no solo acaba dañado el mismo bienestar espiritual, sino que también el material.
Esta concepción «politeista» era al mismo tiempo «monoteista», en tanto un solo Dios era el que regía toda la multiplicidad espiritual, dotándola de orden. Tal deidad, unidad en la multiplicidad, es Ngenechen, mientras que Ñuke Mapu (Madre Tierra) es el concepto espiritual omniabarcante de la naturaleza del cual el propio ser humano forma parte, radicando en ella la generación de la vida en su sentido más divino.
A ella era a quien el pueblo mapuche dirigía sus plegarias cuando el habitat parecía resentirse al haber sequías, malas cosechas, etc., con la preocupación moral por no saber cuál de sus propias acciones podría haber constituido una ofensa para Ñuke Mapu, identificándose en sus propias obras la causa directa de los problemas medioambientales, caracterizados como castigos.
En este sentido, no hay espacio para el desaprovechamiento de los recursos, y en ello radica la razón de que el relato popular del pueblo mapuche como gente belicosa no sea correcto. La guerra requiere recursos que van más allá de la satisfacción del bienestar social de la comunidad, por lo que iniciar conflictos no constituye favor alguno a su responsabilidad por el cuidado del hábitat. En este sentido, es de conocimiento histórico que el pueblo mapuche se transformó en combatiente de manera reactiva, toda vez que jamás estuvo preocupado de invasiones o conquistas que implicaran el inicio unilateral de conflictos bélicos. Esta es otra de las características que podemos identificar, por el contrario, en algunas de las naciones modernas y contemporáneas, cuya concepción del bienestar meramente material pasa por el ejercicio de la guerra y la invasión como un negocio capaz de generar riquezas.
Conviene acudir a la sabiduría y noción de reciprocidad de nuestros pueblos originarios para descubrir cómo una concepción más amplia de bienestar podría todavía rescatarnos de la debacle climática. Por otro lado, es el momento de abrirnos a la posibilidad de que las políticas públicas acojan un nuevo (aunque ancestral) modelo de gestión de recursos naturales, confiando su cuidado a algunas comunidades indígenas que bien podrían orientar al país en su aplicación sobre algunos de los territorios actualmente en riesgo climático.
La sobreexplotación del recurso hídrico a nivel global, y particularmente al sur de Chile, como también la desertificación evidente ya no solo desde un punto de vista científico, sino que también cotidiano, exigen un cambio de paradigma respecto al cuidado de los recursos, el cual, lamentablemente, puede llegar demasiado tarde.
El modelo extractivista del cual Chile ha vivido históricamente parece agotado a nivel global, y se encuentra ya siendo reemplazado en algunas naciones por uno mucho más sofisticado y asociado a la promoción y rescate de la cultura como valor económico de las naciones. Bien podría ser entonces que Chile, siempre buen alumno de tendencias extranjeras, aprovechase la riqueza cultural de sus pueblos originarios para darse cuenta de que su redescubrimiento, rescate, fortaleza y difusión, pueden constituir algo más que un buen negocio.
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