Por: Dr. Mario Torres. Jefe de Carrera de Medicina de la Universidad de O’Higgins
El paso de la actividad docente presencial a la telemática en carreras universitarias fue un proceso ejecutado con suma urgencia, allá por marzo del 2020. En ese entonces había tanta incertidumbre que incluso los docentes universitarios pensamos que prontamente retomaríamos nuestra labor normal, por lo tanto, nos apresuramos en traspasar nuestras clases y programas a su versión online, sin necesariamente hacer mayores cambios estructurales al plan de estudios. La realidad fue muy distinta y eso nos pasó la cuenta.
Por un lado, la llamada “fatiga de pandemia” afectó tanto a estudiantes como a docentes y por el otro, quedaban en evidencia y se profundizaban aún más aquellas brechas que ya existían, tales como la desigualdad en el acceso a recursos que garantizaran el nuevo formato online y, más complejo aún, la existencia de planes de estudios que ya en la presencialidad presentaban una abrumadora sobrecarga académica.
Yendo al terreno que me compete, en la educación médica es ampliamente conocido que la sobrecarga académica, dentro de otras cosas, impacta negativamente en la salud mental de estudiantes de medicina e incluso de egresados y egresadas. Evidencia nacional muestra que los índices de trastornos de salud mental severos, suicidabilidad y problemas con consumo de drogas es mayor en este grupo comparado con la población general.
En ese sentido, parte de la responsabilidad recae en los planes de estudios de prácticamente la totalidad de escuelas de medicina en Chile. Según una publicación de la Revista Médica de Chile del 2020, estos fallan en ser sobre especializados, poco integrados e incluso redundantes. Así las cosas, el contexto de pandemia acentúa un problema que ya era crítico desde antes.
Respecto a la formación universitaria en general y médica en específico, estaremos todos de acuerdo con que el saldo que nos entrega la pandemia es negativo, tal como lo ha advertido el Colegio Médico en torno a la falta de prácticas presenciales. Pero viendo la parte llena del vaso, tuvimos la oportunidad de priorizar elementos teóricos por sobre otros que resultaron ser menos relevantes, pero más importante aún, descubrimos que los y las estudiantes pueden, eventualmente, autogestionar su proceso de aprendizaje al distribuir ellos y ellas el tiempo destinado a la universidad.
Esto último es central para pensar en innovar los programas y planes de estudio de las carreras universitarias, ya que la capacidad de autogestión y uso de la información y recursos disponibles es fundamental para procesos de innovación curricular modernos que sean armónicos en cuanto a carga académica. Lamentablemente la realidad es que los y las estudiantes llegan a la universidad con marcadas dificultades para enfrentarse a propuestas docentes que los empoderen en su proceso personal de aprendizaje.
No es que ahora al volver a la “nueva normalidad” se vaya a dar el gran salto en innovación; por ahora la prioridad es asegurar la formación de egresados competentes para el ejercicio profesional. Pero es necesario hacer diagnósticos acertados y así tomar caminos que busquen solucionar estas problemáticas que, afortunadamente, ya no son una crisis silenciosa.
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