Por: Gabriel Peralta M. Economista, Magister en Ciencias de la Educación. Director Ejecutivo de la Corporación de Investigaciones Sociales (CISO) y Presidente de la Fundación para el Desarrollo Trafkintun
Octubre de 2019 ha destapado los ojos de quienes aún parecían ignorar los riesgos de la profunda inequidad social existente en nuestro país. El estallido social que se gatilló el viernes 18 de Octubre recién pasado, es en gran medida resultado de un modelo económico sembrado durante la dictadura militar y que los gobiernos democráticos han cultivado durante los últimos 30 años, cosechando crecientes y profundas desigualdades sociales y económicas.
En ese contexto, sumado al desprestigio de la política y sus representantes, en el cual se destapan de manera cotidiana casos de abuso, degeneración, explotación, y corrupción de diversas instituciones públicas y privadas, el que determinados grupos sociales desataron su ira mediante actos violentos como reacción al alza del precio del transporte, es repudiable, condenable e inaceptable, pero sólo la punta del iceberg y una consecuencia esperable a la sombre de la profunda desintegración social y un exceso de desconfianza en nuestros gobernantes y entre conciudadanos. Las manifestaciones y protestas pacíficas en curso así lo confirman.
Uno de los males que se esconde en la raíz del terremoto social que hoy atestiguamos, es la pérdida honda y progresiva de un sistema educativo público, que hace tiempo dejó de formar ciudadanos cohesionados en torno a una cultura de convivencia pacífica. Desde su impronta curricular, se ha debilitado severamente el desarrollo de valores democráticos, de respeto y cuidado hacia los otros, de toleranca sana y pacífica, y del permanente diálogo y cultivo de consensos que permitan hacer sentir y vivir a los educandos que todos estamos involucrados en el desarrollo y progreso de nuestro país.
La denominada «agenda de medidas sociales» anunciada por el gobierno de Sebastián Piñera, no brinde una solución estructural a las causas de la crisis. Pareciera que la ciudadanía espera un sincero llamado a construir un nuevo modelo de desarrollo social y económico. En este sentido, hace falta proyectar soluciones a corto, mediano y largo plazo, donde cabe darle especial atención a nuestro sistema educativo orientado a recuperar el desarrollo democrático que debe propiciar.
El actual sistema educativo, tanto público como privado, ha relegado el producto más valioso de la educación y ha puesto el foco fundamentalmente en la producción de capital humano, como un mero insumo en la función productiva de un sistema económico. Se ha desterrado el resultado esencial de un sistema educativo, que se constituye en ese intangible difícil de medir, que es su contribución al bienestar y a la convivencia pacífica de la ciudadanía.
Hace mucho tiempo existe evidencia y consenso, incluyendo a economistas de distintas escuelas, en que el crecimiento económico de una nación no es garantía de desarrollo humano para un país en su conjunto. Chile, a partir de la crisis que estamos viviendo estos días, será el caso mundial y paradigmático al respecto.
Mientras que países como Portugal, Corea del Sur e Irlanda presentaban hace 40 años un nivel económico similar al de Chile, los índices de desarrollo humano hoy, son muy distintos comparativamente entre ellos y nuestra nación. El último informe económico de la OCDE y del Banco Mundial muestra que Chile tiene hoy uno de los niveles más bajos de gasto público en educación y salud en comparación a otros países de similar nivel de ingresos.
Hemos sido líderes y ejemplo de índices de crecimiento macroeconómico -a través de privatizaciones y la reducción del Estado a su mínima expresión-, mas no lideramos los rankings de bienestar social. Y si bien las reformas tributarias constituyen un eje central en pos de la equidad social y de una mejor distribución de la riqueza, los mismos informes anteriormente señalados, muestran que nuestro sistema tributario es uno de los peores en cuanto a mejorar tal distribución. Asimismo, existe evidencia que ilustra cómo un sistema educativo público de calidad, es clave para contribuir y potenciar la redistribución así como también es generador de un mejor trato entre ciudadanos y aumenta significativamente la cohesión social.
No se trata pues sólo de crecer materialmente y de redistribuir ingresos, aunque esto último si sea una condición para lograr una sociedad con potencial de aumentar sus niveles de bienestar, pero no lo asegura.
En cada una de las naciones que hoy observamos como referentes en materia de desarrollo humano, la educación, muy especialmente la educación pública, ha sido un tema de preocupación fundamental, y ello se debe a una mirada cuidadosa a largo plazo por parte de estos países —ya que tales reformas requieren al menos del paso de dos generaciones para que los resultados sean visibles o tangibles—.
En ese mismo sentido, hoy, después de casi 40 años de haberse instaurado un modelo capitalista en extremo y un sistema educativo servil a éste, vemos que no estamos cosechando los frutos prometidos, sino que todo lo contrario. Una grosera inequidad económica y segregación sociocultural, que se profundiza y fortalece por un modelo educativo que mantiene tanto en su sistema público como subvencionado, condiciones materiales precarias, profesores mal pagados, estudiantes segregados y principios pedagógicos estandarizados y homogéneos.
Por otro lado, las instituciones de educación superior, que debiesen generar los conocimientos necesarios para entregar y proyectar soluciones a los problemas que vamos enfrentando como país, principalmente nos han legado cientos de miles de «cesantes ilustrados», ahora profundamente frustrados.
Es por ello que hoy, ante los dolorosos hechos que están ocurriendo, se necesita avanzar urgentemente hacia un consenso transversal —en el cual, ciertamente, debe garantizarse la participación propositiva de las diversas organizaciones sociales que operan en el seno de nuestra sociedad—.
Tal trabajo debe ser con una mirada a largo plazo, en pos de crear un nuevo modelo de desarrollo para el país. Uno que permita avanzar en aquellos aspectos que cohesionan a una comunidad, tales como mayor equidad, creciente confianza y colaboración entre las personas. Uno que produzca una cultura menos egoísta, menos preocupada del tener, más generosa con el otro y el medio ambiente y más preocupada del ser.
En ese sentido, es totalmente insuficiente el paquete de acciones más bien reactivas propuestas por el Gobierno. Hoy, nuestros gobernantes y clase política tienen el deber de llegar a los acuerdos que permitan el desarrollo de políticas duraderas y estructurales a nivel país.
Ya son demasiados los trágicos acontecimientos y extremadamente larga la espera. El país exige, de un modo dramático, que esta primavera haga brotar la flor de un diálogo solidario y genuino por el bien de todos sus habitantes. De esta manera, no sólo se evitarán mayores dificultades sociopolíticas a futuro, sino que se estará sembrando una conciencia superior que permitirá un real cambio social, económico y ecológico sostenible en el tiempo.
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