Por: María Francisca Baeza L. Directora Regional (s) SernamEG O’Higgins
A raíz de los últimos hechos de violencia de género registrados en el país y en nuestra región con la muerte de Rocío, la joven de 20 años de la comuna de Chimbarongo, sigue siendo urgente el derecho a vivir una vida sin violencia, una vida en armonía, sin maltrato o discriminación de ningún tipo, a ninguna persona, de ningún color, género o creencia.
Como directora Regional del Servicio Nacional de la Mujer y la Equidad de Género, lo que veo cada día en nuestro quehacer es una tremenda falta de amor. Y cuando enfrentamos un femicidio -la forma legal que encontramos para dar nombre a la brutalidad de que la persona a la que más confianza le has entregado en una relación de pareja te quite la vida-, no dejo de reflexionar en la tremenda falta de respeto, de contención, de cariño, que hay detrás de cada caso.
Toda manifestación de violencia contra la mujer (agresión física, maltrato psicológico, aislamiento, manipulación emocional y/o económica), tiene un factor común, y es la creencia de que el hombre tiene más derechos y más poder que la mujer, y que el “amarse”, tiene como ingrediente fundamental la posesión en todo sentido del uno con la otra. Es tan fuerte esa creencia que traspasa incluso, los límites de cuando existe un término de la relación. Muchas veces son las parejas pasadas -ex maridos, ex convivientes- quienes ejercen la violencia ante los intentos de esas mujeres de rehacer su vida, solas o acompañadas.
La alta complejidad de la violencia intrafamiliar en general y de la violencia de la mujer en particular, se explica porque se da en el espacio doméstico, dentro del círculo más íntimo de las personas. Por eso es tan difícil de identificarla y tratarla, pues tiene tantas manifestaciones como variado es el espectro de hombres y de mujeres que la ejercen y que la sufren.
Las estadísticas dicen que una de cada tres mujeres son víctimas de ella, pero estoy segura de que un gran porcentaje ni siquiera se da cuenta. Estamos tan acostumbrados de que “quien te quiere te aporrea”, y de que “la ropa sucia se lava en casa”, que pasamos por alto situaciones de alerta desde el pololeo hasta las relaciones más estables. Ciertos mitos o creencias que contribuyen a naturalizar la violencia, lo que impide ver el riesgo y relativizar las situaciones de peligro o amenazas.
El llamado es a aprender a amarnos, primero a nosotros mismos, y luego a nuestras parejas. Estoy segura de que conocemos ejemplos maravillosos de hombres y mujeres que se quieren y respetan, que se enorgullecen de los logros del otro y que son compañeros de vida. Y es que de eso se trata el amor verdadero: de cuidarse, de empatizar, de comprender y valorar al otro en su plenitud, con toda la complejidad que poseemos. Y también se trata de aceptar la libertad del otro, incluso cuando se trata de terminar una relación.
El día que re aprendamos a amar como pareja y como sociedad, que seamos conscientes del poder del amor verdadero, podremos erradicar los femicidios. Pero mientras sigamos confundiendo el amor con posesión y con violencia, tendremos que seguir lamentando situaciones como las que vivimos. Y es justamente la alta prevalencia de este delito en Chile que uno de los pilares de la Agenda Mujer del Presidente Piñera es la eliminación de toda forma de violencia contra la mujeres. Celebramos la aprobación de leyes como la que condena el acoso callejero, y confiamos en que se sigan aprobando cuerpos legales tendientes a aumentar las penas de todas las manifestaciones de violencia de género.
Para terminar, vuelvo a la pregunta: ¿Realmente sabemos amar al otro? Y la que sigue, que puede ser tan relevante como la primera: ¿De quién aprendimos a amar?
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.