Por: Marta Molina A. y Braulio Cariman L. Militantes de la Federación Regionalista Verde Social (FRVS)
Desde la independencia hasta bien entrado el siglo XX, el 90% de la población estuvo excluida del sistema político. El sistema oligárquico negaba de los derechos políticos a los hombres sin propiedad inmueble ni capital invertido, sirvientes domésticos, soldados, cabos y sargentos y clero regular y, por supuesto, a las mujeres, confinada mayoritariamente a los espacios domésticos. No obstante, muchas mujeres comenzaron, con grandes dificultades, comenzaron a ocupar espacios que les estaban vedados por la fe y la cultura predominantes.
El primer espacio de conquista fue la educación. A pesar de la férrea oposición de muchos conservadores, las mujeres fueron conquistando espacios, primero como alumnas y luego como profesoras, en las escuelas elementales y en la educación secundaria, hasta el verdadero hito que significó su llegada a la universidad, bien avanzado el siglo XIX. Esta presencia femenina en la educación se complementó con la acción asistencial y de beneficencia y en el ámbito de la salud y la acción obrera, a través de su participación en ligas, fundaciones, federaciones, sindicatos, etcétera.
Esta extensa inclusión social logró establecer las bases para el paso siguiente: la lucha de las sufragistas, es decir, la lucha de las mujeres y sus organizaciones por exigir su derecho a participar plenamente y sin tutelajes en la vida política por medio del derecho a voto. Fruto de estas luchas en 1927, en Cerro Chato, Uruguay, se habilitó para un plebiscito el voto femenino por primera vez en América Latina. Luego, los primeros países que concedieron derecho a voto a las mujeres en la región fueron Ecuador (1929), Brasil (1932), Uruguay (1932) y Argentina (1947). En Chile, este derecho se obtuvo en 1949 (para las elecciones municipales) y se extendió en 1952 (para presidenciales), lo que permitió duplicar el número de electores y, junto a la incorporación de la cédula electoral única, poner fin al cohecho electoral masivo que caracterizaba al sistema electoral chileno.
Hoy, la participación política de las mujeres en Chile y el mundo ha presentado grandes avances en inclusión y paridad, sin embargo subsisten muchas condicionantes culturales, sociales, económicas y políticas que impiden la real y efectiva equidad de género en política. De acuerdo a datos de ONU Mujeres, la presencia de mujeres en parlamentos nacionales creció de un 11,3 %, en 1995, a 23,3%, en 2017. Desagregado por región, los porcentajes promedio de parlamentarias, a junio de 2017, en cámaras únicas, bajas y altas, oscila entre un 41,7% (países nórdicos) y un 17,4% (países árabes). América, en su conjunto, se encuentra justo en una posición intermedia con un 28,1 %, superando por poco a Europa (sin países nórdicos), con 25,3 %. En términos generales, en 46 cámaras las mujeres representaban el 30% o más, mientras que en 32 las mujeres representaban menos del 10%. Es significativo constatar que los únicos países donde la participación femenina en los parlamentos supera el 50% son Ruanda (61,3%) y Bolivia (53,1%)
Específicamente en la América Latina y el Caribe, según datos de la CEPAL, el porcentaje de mujeres parlamentarias (en cámara baja o única) oscila entre un 53,2% (Cuba) y un 2,5 (Haití). Por otra parte, la participación femenina en gabinetes ministeriales oscila entre un 57,1% (Nicaragua) y un 7,7 (Antigua y Barbuda). En cuanto a alcaldesas electas, las cifras se mueven entre un 40,1% (Nicaragua) y un 0% (Trinidad y Tobago y Domínica). En relación a mujeres concejalas electas, las cifras oscilan entre un 50,1% (Bolivia) y un 0% (Antigua y Barbuda).
En la región, Chile ocupa, en general, un lugar intermedio en éstos indicadores. Respecto a la participación femenina en gabinetes ministeriales, Chile, con un 39,1%, aparece como el tercer país con más alta participación. Ahora, de acuerdo a datos del INE, el porcentaje de diputadas electas se ha incrementado de un 5,8% (1989) a un 22,6% (2017), mientras que el porcentaje de senadoras electas varió entre 0% (1993-2001) a 26,1% (2017). A nivel local, el porcentaje de alcaldesas electas subió de un 6,4% (1992) a un modesto 11,9% (2016), a la vez que el porcentaje de concejalas electas subió de un 12% (1992) a un 24,7% (2016). Finalmente, en la primera elección de Consejeras/os Regionales, las mujeres representaron un 26,3% (2017).
Estas cifras, muestran que la participación política de las mujeres en altos cargos de designación política o de elección popular ha experimentado notables avances en los últimos años; sin embargo, aún están distantes de la paridad aritmética (50/50). Sólo en los cargos ejecutivos de designación política esta cifra se estrecha (de hecho en varios países ha habido gabinetes paritarios, pero de manera circunstancial), pero en los cargos de elección popular, pareciera que hay un techo que restringe la participación política femenina a un 25%, aproximadamente, lo que nos haría pensar que el sistema político ha sido más permeable a la paridad, a diferencia de la sociedad en general (los electores en la práctica) que aún tiene poderosas barreras que impiden avanzar más decididamente en la incorporación plena de las mujeres a la política.
Entonces, ¿qué es lo que impide una incorporación más plena de las mujeres a la política? Algunas investigadoras creen que la variable género es fundamental para entender la desigualdad de la mujer en cualquier tiempo y sociedad, mientras que otras creen que el género es sólo una más de las variables posibles (pertenencia indígena, clase social, posicionamiento ideológico, dimensión cultural). Lo que sí está meridianamente claro es que la desigualdad de género es la única variable independiente del tamaño de la economía, los niveles de pobreza o los logros educativos. Por ejemplo, en América Latina se presentan niveles aceptables de igualdad de género en salud, participación económica y educación; pero no así en participación política. Por otra parte, en general hay estudios que relacionan positivamente la participación política de hombres y mujeres con la edad, los años de escolaridad, el nivel de ingresos y el número de hijos; pero, específicamente en el caso de las mujeres, una variable fundamental para explicar una mayor participación política es la inclusión en el mercado laboral, ya que se supone que una mayor independencia económica y la experiencia de otras discriminaciones fuera del entorno familiar, gatillarían una mayor toma de conciencia de la situación de exclusión o discriminación.
Lo que también parece estar muy claro es que la incorporación de un número creciente de mujeres a la política en cargos ejecutivos de gobierno y de representación popular (incluyendo casos significativos de Jefas de Estado y de Gobierno) no es suficiente. Sin desconocer la importancia del efecto “espejo” o del efecto “ejemplo” que producirían estás mujeres “símbolo” en política, en la práctica los discursos políticos paritarios no se han traducido, en general, necesariamente en avances efectivos en igualdad de género. Algunas investigadoras creen que junto a las metáforas del «techo de cristal» y del “laberinto del liderazgo” (los caminos hacia el centro existen, pero están llenos de giros, desafíos e imprevistos), existen en la práctica política de las mujeres que han ocupado cargos relevantes el «síndrome de la abeja reina» (las mujeres exitosas en entornos masculinizado frenan el ascenso de otras mujeres) y el «síndrome del feminismo latente» (el temor a ser acusadas de “feministas” bloquea el discurso y la acción activa de las mujeres en la agenda de género), lo que ha dificultado, paradójicamente, la mayor participación política de las mujeres.
En concreto, muchas mujeres en política sólo han reproducido modelos masculinos imperantes y se han limitado a defender planteamientos partidarios, a veces abiertamente conservadores y misóginos. Por lo tanto, el aumento de la representación femenina en política no siempre ha impactado en una mayor participación política de las mujeres o en un aumento de las políticas de género. En definitiva, la inclusión política de la mujer ha sido, en general, una inclusión subordinada o ficticia, pues muchas veces los particos políticos han incluido mujeres en las listas electorales o en los cargos de designación política sólo para cumplir aspectos formales o éticos (cumplir las cuotas, aparecer como políticamente correctos), sin cambiar la supremacía masculina en política.
Precisamente, los partidos políticos a veces son los principales obstáculos para el acceso de las mujeres a posiciones de poder. En América Latina se estima que las mujeres representan entre 40% al 50% de la militancia activa de los partidos, pero en los órganos de gobierno y decisión de éstos, representan menos del 30%. Por otra parte, la financiación de los partidos y de las campañas electorales es otro obstáculo importante ya que las mujeres tienen menos autonomía económica y acceso a recursos financieros. Estas prácticas y barreras, además, se profundizan en los ámbitos locales, donde la influencia de la cultura política patriarcal y la tradición son más fuertes. En este punto es significativo acotar que en los procesos de descentralización llevados a cabo en diversos países de la región se estaría multiplicando la inequidad de género ya que la redistribución de poder genera conflictos de intereses que, por las condiciones estructurales de discriminación de género, sólo estarían reproduciendo los patrones de exclusión.
En relación a la responsabilidad de los sistemas políticos, en general, y de los partidos políticos, en particular, la ONU a través de su resolución sobre participación política de la mujer, insta a los Estados a examinar los efectos de sus sistemas electorales sobres esta y alienta a los partidos políticos a que supriman todos los obstáculos que dificulten la participación política de la mujer; aseguren las condiciones para que las mujeres puedan competir, justa y equitativamente, a todos los cargos partidarios y públicos electivos y procuren una mayor participación de las mujeres marginadas, especialmente a las mujeres indígenas, con discapacidad, rurales y pertenecientes a minorías culturales o religiosas.
Debemos reflexionar sobre los retos que aún tenemos para conquistar la igualdad en los distintos campos para las mujeres, para fomentar una sociedad más justa, igualitaria, e inclusiva en el que las personas sean juzgadas, no por su etnia, credo o sexo, sino por sus valores y capacidades.
Nos queda mucho camino por recorrer antes que podamos hablar de igualdad de género en la política chilena. Pero no podemos ceder los espacios y permitir que los destinos del país en todas las áreas sigan siendo mayoritariamente manejados por hombres.
Debemos avanzar con igualdad ya que es la única manera de construir una sana democracia.
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